Desde mi ventana: Una tregua en navidad

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Cada acción tiene su efecto sobre el entorno. Con calificativos o no, todo lo que hacemos repercute en nuestro espacio vital.  El asunto es ser consciente de esto.

Como oficiante de la escritura sé que la magia de las palabras es transformadora pero no basta a la hora de los decretos. La gran transformación surge cuando la palabra es el detonante para que las acciones se cristalicen a través de la convicción.

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No creo en la prescripción de las normas que se cumplen por conveniencia interesada, por temor al castigo o por aparentar, aunque se trate de la mujer del César.  Creo y profeso la libertad de pensamiento que permite re-conocerse en el otro y reconocer al otro, como principio esencial del respeto, origen de todos los valores. Este proceso existencial parte del re-conocimiento de uno mismo y requiere modelos, modelaje y sentido del compromiso, no así del “premio por portarse bien” o por hacer “lo políticamente correcto”.

Una gran mayoría de los cuentos tradicionales premian las buenas acciones de los héroes con un botín: llámese un reino, unos tesoros, una princesa.  El protagonista suda la gota gorda venciendo obstáculos con la meta de lograr esa ganancia, por encima de todas las acciones, está claro el trasfondo donde el fin justifica (injustificadamente) los medios. El protagonismo, como todo, ha evolucionado y en pleno siglo XXI monstruos, villanos y antihéroes también forman parte de este sinsentido que hace de la violencia una vía para resolver conflictos y convertirse en el “ganador” del premio-poder.

La responsabilidad (que no la culpa) frente a las generaciones que nos suceden es mostrar y demostrar la dependencia entre la convicción y las acciones, es decir la evidencia de pensar y actuar privilegiando el bien común, lo que convierte la vida en la interdependencia del amor.  El verdadero sentido de vivir y convivir es pues la convicción de que somos parte de lo que nos rodea y por lo tanto responsables de como circula e impacta nuestro comportamiento y nuestra influencia en el entorno sea familiar, laboral, social y ambiental.

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El sentido de corresponsabilidad para construir se empaña con la costumbre de opinar sin accionar, profetizar sin accionar, repetir sentencias sin accionar, endosar culpas a los demás sin accionar.  Y no es  esto lo queremos ni lo que merecemos como conglomerado social, sea un hogar, una escuela, el ámbito laboral, el condominio, la comunidad, la ciudad, el país…

Por eso es reconfortante la tregua  de estos días festivos que celebran la navidad y el año nuevo,  tiempo donde aparece el tiempo para los encuentros cordiales y para manifestar los buenos deseos.   Muchos de los artículos que circulan en los medios están referidos al tema de la esperanza, la buena voluntad, la aspiración de un futuro de paz y libertad. Desde lo más cotidiano a lo más formal se reparten saludos de felices pascuas, las redes están repletas de música, videos y tarjetas que circulan por móviles y computadoras y, a pesar de que la abundancia no abunda precisamente en la Venezuela de hoy, está viva la disposición para crear espacios donde caben familiares, amigos, conocidos y desconocidos, azules y rojos y morados y amarillos y verdes.  Esto nos señala que sí hay convicción para convivir armónicamente y nos corresponde transformar esta convicción en acciones.

Un cuento de la vida real…

Una pareja de amigos celebraba la navidad con los nietos y sus padres, además de una docena de amigos. Habían viajado a Margarita para compartir una navidad diferente. Los pequeños estaban más alborotados que de costumbre por la inminencia de la llegada de los regalos  y sorpresas que traería la Nochebuena.

El abuelo había convenido con Santa para que se apareciera cerca de la medianoche y entregara –personalmente- los regalos a los niños. Y así fue.  Los pequeños no podían creer que tenía acaparado a San Nicolás para ellos solitos.  Se sentaron sobre sus piernas, le hicieron toda clase de preguntas, le halaron la barba para comprobar que era de verdad (y lo era). Un Santa bonachón y risueño fue llamando a los niños por su nombre y,  entre chistes y carcajadas, fue sacando de su enorme bolsa juguetes, golosinas, pelotas…  Cuando la bolsa quedó vacía, los presentes aplaudieron con  gozo la alegría que desbordaba a los pequeños y dieron por terminada la sesión (seguramente los renos esperaban en su trineo).  El grupo se dispersó.

Mientras la abuela recogía la reguera de papeles,  envoltorios rotos, cintas y lazos, los niños estrenaban sus juguetes en el patio. Santa permanecía inmóvil, sentado en la poltrona que le habían asignado para el reparto. El abuelo le sirvió una copa de vino espumante y brindó con él.  Santa no manifestaba apuro ni intenciones para irse. Entonces, animado quizá por la segunda copa de vino, se acercó al abuelo y le dijo:

-¿Me puedo quedar en esta fiesta? No tengo para donde ir esta noche y aquí se siente mucho cariño.

Alguien anunció que la mesa estaba servida y el abuelo le invitó a cenar. Luego llegaron los músicos con sus galerones, merengues y malagueñas.  La fiesta fue cobrando ambiente. Grandes y chicos cantaron y bailaron.  Santa encabezaba los infaltables trencitos de baile. Se despidió cuando ya despuntaba el alba.

Me imagino que esos niños, hoy adolescentes, jamás olvidarán que Santa hizo un paréntesis esa noche de navidad para celebrar con ellos hasta la madrugada.

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