La poesía del tribuno, o la tribuna del poeta

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No sé cuándo me lo pregunté por primera vez, pero sí puedo atestiguar que ha sido hoy, justo hace unos instantes, cuando al fin hallé la respuesta. Una respuesta que, lo descubro ahora también, siempre, siempre, había estado allí, voluptuosa, danzante, a la espera de ser descubierta.

Qué extraño juego de crisálidas es ése, que vuelve poeta al hombre de leyes, o viceversa? ¿En cuál de los dos personajes, acaso en el poeta que se hace abogado, o en el abogado que viste la toga del poeta, logra adaptarse, en más perfecta armonía, la figura del bicho, según la metamorfosis de Gregorio Samsa? ¿Qué insólita ley prescribe semejante comunión entre la lira y el código, entre aquello que sólo existe si figura en el expediente, y la misión primera atribuida a la poesía, cual es la de iluminar puntos oscuros, hasta consentir algo tan ilícito o arbitrario, como que sean los sentimientos, bañados en antojadizas aguas de purezas y corrupciones humanas, los que, en rigor, sienten jurisprudencia?

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Nada original, por cierto, hay en estas preguntas y aclaraciones. La discusión es vieja. Versados teóricos anglosajones se han ocupado de analizar la íntima y promiscua relación entre el derecho y la literatura, al extremo de llegar a considerarla una disciplina académica, per se. Y algún estudioso discurrió respecto a la similitud que existiría entre las fórmulas o herramientas de las que se vale el abogado para interpretar la ley, y aquellas que suele usar el crítico, a la hora de penetrar en la tesitura de los poemas.

El secreto, si lo hubiere, pareciera radicar en un atributo tan afín al poeta como al abogado. Me refiero a la elocuencia, que da lustre por igual al foro como al Parnaso. Está claro que la elocuencia, tan valorada, ya, por los griegos, asume mayor hermosura, y son más ricos y fragantes sus ropajes, en la medida justa de su sencillez, de su naturalidad. Y, ¿cómo podría brotar ese manantial de sentimientos si se careciera de la sensibilidad de un alma elevada, si el elegido por la palabra y la inspiración no fuese capaz de sentir y presentir; si es torpe al describir y reparar en el dolor de los demás; si apenas es dado a disfrutar de la alegría que se apodera del inocente cuando es rescatado del cadalso de todos los tiempos?

Juro, en este punto de mi confesión, decir la verdad, y toda la verdad. Soy, señorías, un reo a quien puso a salvo, y logró traer hasta estos extramuros, el arte, no sé si decir de un poeta que era mi defensor, o, más bien, de un abogado que recitaba dardos prestados a Cicerón, en el estrado. Hace algunos años me aventó al sillón de los acusados la acción incoada por un militar que exhibía en su uniforme las libertinas galas de la impunidad. Era un funcionario que no estaba dispuesto, de ningún modo, a tolerar el escrutinio de la prensa. Fui asistido, entonces, por un aventajado en la ciencia de desentrañar la ley y su espíritu; en la maestría de blandir la espada de la elocuencia como arma flamígera, enceguecedora; y en el desenfado de apelar a la estética y a la razón, hasta zaherir los desplantes del poder, de continuo tan débil cuando sólo se apoya en su fuerza.

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Pese a proyectarse enronquecida, la voz de Ramón Pérez Linárez, que es el tribuno de quien hago referencia, asumía al calor de la oratoria tal fuerza, tal portento de persuasión, que se ensanchaba y fortalecía en la sala, hasta cubrirla, imponente. Unas veces el recinto se trocaba en corte, y otras en anfiteatro. Ahora es santuario, más tarde galería. Fue cuando vi asentir en domado silencio a los contrarios, con sus orgullosas cabezas doloridas por el alegato irrebatible. Presencié la escena cuando, tras resistir una demoledora andanada de argumentos, cargados de agudeza, humor y sarcasmo, mi acusador se despegó de su asiento para deslizarse con pasos gatunos hasta donde estaba el abogado-poeta, a mi lado. No pudo contenerse. Lívido, aplanado, exhaló, con todos sus tufos, una descalabrada amenaza de muerte.

Lo adivino, al repasar los episodios, ahora. A Ramón Pérez Linárez no lo animan dos vocaciones ambivalentes, sino una meticulosa complementariedad, puesto que Derecho y poesía son ministerios que beben, a su modo, en las fuentes de una virtud común. Los valores que residen en la esencia del Derecho lo mueven a él a quebrar quijotescas lanzas por la libertad, por la justicia, a favor de la tutela del débil jurídico. Y, ¿qué es, ante todo, la poesía, sino pacto, compromiso? No es casual, por tanto, que Andrés Eloy Blanco, quizá el más universal y popular de nuestros poetas, poseyera también la borla de abogado. Como José Barroeta. Como Alberto Arvelo Torrealba, el célebre coplero que relatara los lances de Florentino y el Diablo. Como Luis Beltrán Prieto Figueroa. Como Álvaro Montero, Antonio García García y nuestro Leonardo Pereira Meléndez, el místico caroreño hacedor de lluvias, al filo, siempre, de damas ciegas y de sus gatas.

En unos más, en unos menos, esa pléyade de bardos comprueba el aserto de Voltaire. “No hay verdadera poesía sin gran sensatez”, insinuó el pensador francés, con este curioso añadido: “Ha habido poetas locos, cierto, pero precisamente por eso fueron malos”.

Y sin la pretensión de invadir los predios del psicoanálisis, puede decirse, me atrevo a decir, a juzgar por la evidencia, que si un lado y el otro, el haz y el envés de la personalidad de Ramón Pérez Linárez han entrado en conflicto, no fue por antagónicos. No se han batido en duelo alguno, como puede inferirse de los hechos.

Se nos presenta como un hombre enjaulado, como un padre huérfano, un corazón impacientado, un náufrago del alma.

Fiel a los dictados de la poesía lírica, Ramón Pérez Linárez acusa en este trémulo poemario, en primera persona, un sentimiento tan propio y abatido como plural, inmerso en un entorno alucinante, perverso,

que hace carnes en sus sentidos. El autor distingue en los pliegues de su retrato un rictus de rabia y descontento. “Tengo prisa por Dios”, se le escucha urgir, como quien musita una impotencia, una cortedad. Porque su hora es en definitiva la que marca el pulso de la historia colectiva, social, en esto que alguna vez fue patria. Su rostro es la mueca, el tormento de una sociedad extraviada, difusa, incapaz de encontrarse y reconocerse a sí misma, en un tembladeral de naufragios. Un día el poeta Ramón Pérez Linárez le dijo al abogado Ramón Pérez Linárez que no debía seguir enseñando en las aulas universitarias acerca de un Derecho que yace bajo una roja lápida. Un día el abogado Ramón Pérez Linárez le ordenó al poeta Ramón Pérez Linárez, desempolvar todas las rimas del olvido. Quizá evocó a José Pulido: “Todo contiene poesía, incluso la soledad”.

Otro poeta y abogado (¿no quedó suficientemente claro ya, que ambas sensibili- dades son siamesas?), el español José Ángel Valente, militante, asimismo, de la poesía social, ofició así una pena sin expiación posible, recogida, con solícitos terrores, a la vera de su sensibilidad:

Tal vez morir no sea más que esto, volver suavemente, cuerpo, el perfil de tu rostro en los espejos hacia el lado más puro de la sombra.

Si la poesía es la música del alma, el verso que destraba Pérez Linárez, junto a los escritos en prosa que completan este texto, fluye y reúne los acordes de una melodía desgarrada. Allí resuenan los cercanos tambores que anuncian el fin de la noche. En cada línea se arrastra para luchar hasta el final contra la maldición. Estas páginas muestran, lúcidamente, la demencial sensatez de quien se dispone a perfilar el mural de una decadencia, y, por compromiso, no logra, ni busca, sustraerse de ella. La representa, por último, en sus memorias, con la devota intención de exorcizarla.

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