Editorial: Neomar, el libertador

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Un muchacho de 17 años, flaco, bajito, aparentemente frágil, se había diseñado un chaleco «antibalas» de cartón, y se aventó a las calles a defender una libertad que no conoció.

Sus padres eran tan pobres que no podían costearle su ingreso a la universidad. No maldecía, pues, la pérdida de privilegio social alguno; ni anidaba añoranzas imposibles, en su principiante corazón. Él nació cuando ya el sistema de gobierno que decidió combatir sometía bajo el hechizo y el relumbrón de votos y botas, a todos los estratos del país. Padeció la desgracia de venir al mundo en una sociedad postrada, negada de repente a reconocerse más allá de los muros del fanatismo, y del delirio de la ideología única. Tampoco disponía, entonces, de una referencia histórica directa. No había registros en su memoria. Sólo conocía esto. Esta hambre, esta miseria, esta rapiña depravada, esta cínica abominación hecha poder. Sin embargo supo desde siempre, es decir, desde una fecha tan reciente como cierta, que no era la hora de dudar, mucho menos la de faltar a un deber que juró tomar para sí, en el nombre de todos. «La lucha de pocos vale la libertad de muchos», brotó algún día de sus labios. Jamás lo sabría, pero en aquel cuerpo quebradizo en cuyo pecho podía leerse, escrito a mano, a conciencia, la ingenua presunción de un «Yo soy libertador», bullían el llamado romántico, la entrega ardiente, y las urgencias incontenibles de justicia y redención que animan, invariablemente, al héroe de todas las eras.

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Que no se vuelva a decir después de Neomar Lander, y de otros 60 y tantos mártires, que Venezuela tiene el Gobierno que se merece. Que calle la voz de tamaña bajeza. ¿Cómo ensayar, desde la comodidad y la indiferencia, impostura tan infamante, blasfemia tan insostenible y medrosa, sobre este flamígero torrente de sangre derramada, aún palpitante; ante tantas vidas apagadas en pos de un ideal superior; ante semejante despliegue de sacrificio y conmovedoras muestras de dignidad? ¿Cómo desmentir monumento tallado en roca tan noble, en las indómitas tersuras de almas tan grandes, tan sublimes, tan generosas? O, para decirlo en una palabra sedienta de eco, cual si se tratara de un himno, ¿cómo aferrarnos a esa desertora justificación, a esa acomodaticia condena según la cual resistimos un tirano hecho a imagen y semejanza de nuestros méritos, teniendo frente a nosotros el altar de tanta memoria a la espera de ser honrada, para que no resulte en vano, al fin, ese invalorable y sacrosanto servicio?

El Gobierno no rectificará, porque eso le sabe a traición. Lo hunde su propio legado. Huye entre las sombras de los fantasmas que alguna vez creó y les fueron útiles. Con el sol a la espalda y guiados por un elegido que luce fatigado en su desangelada y calamitosa nulidad, en su ya célebre e inconsolable sandez, el régimen apela al absurdo de pretender mantenerse a flote en el poder, más allá de su temeraria agonía, con el uso del garrote de siempre: la receta que funcionó en tiempos de gloria, y de mágica abundancia, aplicada ahora bajo el desastre y la más espantosa de las precariedades. Su fuerza, sus tanques y cañones, así como sus imprecaciones y amenazas, apenas infunden un miedo superado ya, con creces, por la desesperación colectiva, por el rechinar de estómagos vacíos, por el miedo a tener miedo, y, sobre todo, por el asco.

No obstante, el mandado no está hecho. La respuesta tardía, débil, o desordenada, por parte de las fuerzas opositoras, podría alargar la tragedia inútilmente y demandar el sacrificio de muchos otros cientos de venezolanos. Eso no es justo ni deseable. Por ello es fundamental que la lucha no se desboque ni se salga del carril pacífico, lo cual no traduce dejadez, ni cobardía. Urge elaborar una agenda, clara, lúcida, unitaria, envolvente y progresiva.

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La inspiración de Neomar, el libertador, nos permite medir cuánto podría lograrse, y cuánto derramamiento de sangre inocente se evitaría, si este compromiso es asumido ahora mismo por la nación, como un todo. Hace siglo y medio, en la India, un hombrecito que solía andar semidesnudo, en rústicas sandalias, desarmado, desafió y venció al Imperio británico. Y, al cabo de esa hazaña, dijo algo que no habría quedado grande en boca de nuestro Neomar Lander: «Dicen que soy un héroe, yo, débil, tímido, casi insignificante. Y si, siendo como soy, pude hacer lo que hice, imagínense lo que pueden hacer todos ustedes juntos».

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