Castro en Paraparas

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Al saber la noticia, en Río Tocuyo, la abuela Beatriz corrió a esconder en el horno de hacer pan que estaba en uno de los patios de la casa (parecido al que escondió a A. Leocadio Guzmán ante la persecución de Juan V. González) las prendas de oro. Pero ya la tropa había ocupado toda la zona e irremediablemente dichas prendas sirvieron de forzada contribución para la causa restauradora.

Corría el año 1899 y era agosto, el mes de las lluvias. El 22, Cipriano Castro, a quien apodaban “El Cabito”, había ocupado Carora; el 24 pasó por Río Tocuyo, atravesándolo por la calle principal (donde hoy tiene el taller el pintor Rivero) hacia el cruce del Morere (o Paso de Carora), para tomar el camino a Paraparas y seguir rumbo a Barquisimeto, por la ruta Siquisique-Matatere y Bobare, en su avanzada hacia Caracas, que era la meta, bajo el lema «Al Capitolio o a la muerte».

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La idea era avanzar sin tregua ni dilación, pero al llegar el 24 a Paraparas una inmensa creciente del río Tocuyo le obligó a pernoctar. Ocupó el pueblo, así como el amplio y rústico trapiche de la hacienda
La Guayana, propiedad de Don Benjamín Hernández, donde descargaron el escaso arsenal que traían, con una carga de piedras agregada, tratando de confundir al enemigo, simulando ser pertrechos bélicos. Castro exigió a Don Benjamín en términos corteses pero bajo el imperio de la fuerza, vituallas y forraje para la alimentación de sus hombres y de las bestias, sacrificando varias reses y proveyéndose de abundante pasto y cogollos de caña dulce. Para compensarle parcialmente la exacción le extendió de su puño y letra un recibo por 600 pesos para que lo hiciera efectivo cuando él (Castro), fuera Presidente.

Se alojó en la casa de Don José A. Salazar a la espera de que bajara el caudal de las aguas, habiéndose hecho colgar un chinchorro en el corredor de la vivienda, para amilanar con mecidas el intenso calor de agosto, más sofocante aún para él, por ser montañés de tierras frías. Distribuyó sus ratos de preocupada meditación entre ese improvisado lecho y una silla que mandó colocar a la orilla del buco que atravesaba el pueblo, aprovechando al máximo la escasa brisa vespertina.

Despuntando el alba del día 26, el sonido atronador de un cañón retumbó hasta las faldas de Cerro Colorado. Eran las tropas del gobierno al mando del presidente del estado Lara, el General Aular, quien tratando de sorprender a los invasores en el sitio de El Rodeo, atacó a las de Castro. El ataque fue débil y abúlico. Por el contrario, la resistencia y el contraataque fue férreo, fiel reflejo del ímpetu y coraje que abrigaba en su espíritu el guerrero andino en su afán por llegar a Caracas, donde prácticamente la mesa del poder le estaba servida, luego de la muerte de Crespo en la Mata Carmelera, y ante la debilidad de su albacea Ignacio Andrade.

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Transcurrida apenas media hora ya las tropas oficiales habían depuesto las armas, dejando ocho muertos y dieciséis heridos en el bando oficial y un muerto y cuatro heridos en las tropas de Castro, doscientos prisioneros y todo un verdadero arsenal, y como parte de éste el cañón Krupp, empleado en el ataque y bautizado luego por la tropa victoriosa como «el cañón de Parapara» (José R. Pocaterra dixit) y que sería de gran utilidad a los restauradores en su campaña hasta llegar a Caracas.

Finalizado el combate, Castro, quien era de muy baja estatura y de quien se dice solía afirmar que «la estatura de los hombres se mide de la frente hacia arriba», subió a una roca, de donde dirigió una encendida arenga a sus soldados, y luego procedió a premiar con ascensos a algunos de sus oficiales, entre ellos al coronel Emilio Fernández, al grado de general, quien había sido el verdadero triunfador en la batalla. Continuó luego su marcha victoriosa y el 22 de octubre entró a Caracas para convertirse en el primer magistrado hasta diciembre de 1908, cuando su compadre, ministro de defensa y supuestamente jefe del Comando Estratégico (ojo pelao) lo defenestró.
El lector se preguntará ¿y el recibo? Este fue pagado en Miraflores inmediatamente a su presentación, varios años después a un amigo de Don Benjamín, a quien éste se lo cedió. (Al margen: Don Benjamín Hernández era tío abuelo de quien estas notas escribe).

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