Crónicas de Facundo: Caballos de Troya

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Luego de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, fundada en 1957 y cuyo primer presidente es el honorable escritor y ex gobernante venezolano don Rómulo Gallegos, sirviese de refugio a la dignidad humana y la democracia de ejercicio en las Américas, hoy medra en ella la abulia.

Los gobiernos del Ecuador y Venezuela la han horadado y perseguido hasta ponerla de rodillas y enmudecerla. Han propiciado la parálisis de sus funciones tutelares e inquisitivas, con la aviesa complicidad del secretario de la OEA, José Miguel Insulza. Toda denuncia, de toda víctima, ha de reposar cuando menos 5 años en los anaqueles de la Comisión antes de que le pida cuentas a los gobiernos responsables. “Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”, afirma Cicerón.

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Ahora le llega su turno a la Corte Interamericana, instancia judicial del universalmente reconocido Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Pero media una particularidad, ominosa.

A la Comisión y su Relatoría para la Libertad de Expresión, los gobiernos del eje cubano-venezolano las agredieron frontalmente. En el caso de la Corte su circunstancia responde mejor a la lógica sibilina de los artesanos del Socialismo del siglo XXI; ese que Fidel Castro llama comunismo a secas y se hace servir del andamiaje democrático, global y digital, para desmontarlo desde adentro con sus instrumentos. A la Corte le bastó que uno de sus jueces fuese presa de la ambición y decidiese mudar su historia – de juzgador de violaciones de derechos humanos cometidas por los Estados ahora intenta ser empleado de éstos, desde la secretaría de la OEA – para conocer “desde adentro” las fauces destructoras del socialismo falaz.

El cambio de oficio o la aspiración personal nunca son censurables. Todo lo contrario.

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Son inherentes a la perfectibilidad de lo humano. Pero cualquier modificación de ruta existencial, sobre todo en quien administra Justicia, queda atada más que en otros supuestos a las reglas éticas del oficio y de la democracia, sin las cuales los derechos que ha de proteger todo juez pierden su contenido y fallan en sus garantías. La transparencia y el uso de medios legítimos para fines legítimos, es al respecto insoslayable.

Sensiblemente, el aspirante a sucesor cabal de Insulza, el juez Diego García Sayán, relajó tales exigencias. Y mi consideración no tiene pretensiones hirientes o subalternas.

Desde 2008, al juzgar la Corte en el Caso Kimel vs. Argentina, relacionado con la libertad de expresión, García Sayán se encarga de ponerle freno a la doctrina democrática en la materia para aproximarla al credo del eje cubano-venezolano. Y al efecto, en decisión que por vez primera divide abiertamente al Alto Tribunal Interamericano, sostiene – dicho en términos coloquiales – que debe llevarse a la cárcel a todo periodista que ofenda el honor de los funcionarios y cabe, además, legislar para frenar el poder de la prensa.

La cuestión grave es que, desde antes, García Sayán se querella contra la prensa peruana por los señalamientos críticos que le hace luego de ejercer como ministro de Estado. No se inhibe sucesivamente para juzgarla, como era su deber.

Durante los años que siguen, antes de solicitarle al presidente de la Corte – no a la Corte en pleno como corresponde estatutariamente – se le permita separarse de sus funciones como juez, pero sin perder sus privilegios como tal y a fin de hacer su campaña electoral, se despide García Sayán coronando de halagos a los gobiernos del eje cubano-venezolano, repetidamente denunciados como violadores de la Convención Americana.

En el Caso Fontevecchia repite su credo sobre la prensa y en Mémoli, ambos contra Argentina, el juez-candidato justifica la condena penal que la Argentina le impone a un periodista por informar sobre un concesionario de servicio público quien le quita dineros y engaña a los usuarios con tolerancia de las autoridades y el enardecimiento de éstos, argumentando que se trata de un asunto entre particulares. Y en el Caso Brewer vs. Venezuela, cuya justicia parcial, venal y politizada ha sido condenada repetidamente por la comunidad internacional y al paso se ha insubordinado contra la propia Corte Interamericana, García Sayán opina que si acaso se le violaron a la víctima sus derechos a la defensa, tales violaciones no se dan por consumadas hasta tanto esos mismos jueces parciales, venales y politizados se rediman, y decidan corregir sus abusos.

Los colegas del juez-aspirante, los de mayor tradición judicial y ortodoxos en la defensa de los estándares de la democracia, del Estado de Derecho, y de los derechos humanos, están escandalizados. La aspiración de García Sayán, quien sostiene que los valores democráticos tienen sus “claros y oscuros”, marcha, en fin, a costa del desmontaje, desde adentro, de 30 años de doctrina que privilegia la dignidad humana por sobre el Estado y sus abusos.

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