El desencanto con la OEA

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Se celebró, recién, el 44º Período de Sesiones Ordinarias de la Asamblea General de la OEA, en Asunción. Pasó sin pena ni gloria, como suerte de rezo profano entre espíritus agonizantes.

A la luz de dos declaraciones de su Secretario General, José Miguel Insulza, y tres resoluciones adoptadas por dicha Asamblea, no obstante subrayo, otra vez y a disgusto, la doble moral que anida ésta y la desnuda como templo de la ignominia. Lejos quedan las luces de 1826 y 1948, que le dieran su fundamento al eje de la seguridad democrática, del Estado de Derecho, y de la garantía de los derechos humanos que fuera la OEA.

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Ante la prisión ilegal, en cárcel militar, que Nicolás Maduro ordena imponerle a Leopoldo López por el delito de practicarla democracia: manifestar y reunirse pacíficamente en espacios públicos y demandar la renuncia de aquel antes de que sus funcionarios asesinen a dos estudiantes el pasado 12 de febrero, interpelado al respecto dice Insulza que nada puede hacer. Nada tiene que decir.

No obstante, desde Paraguay, la OEA insta a sus Estados miembros -a la manera de un ruego taimado- para que dicten medidas a objeto de que las personas privadas de libertad cuenten con “acceso a la justicia, la cual debe ser pronta y efectiva” y “limitar la aplicación de la prisión preventiva a situaciones eminentemente excepcionales, sujetas a los principios de legalidad, presunción de inocencia, necesidad y proporcionalidad, y considerar la reglamentación y uso de medidas cautelares no privativas de la libertad”.

A la sazón, junto al miedo conveniente que le suscita opinar acerca de toda cuestión que irrite al gobierno de Caracas, a pocas horas de distancia el “diente roto” de Insulza -que recrea el personaje de Pedro Emilio Coll- se lanza a las aguas profundas de la política colombiana. Interviene, aquí sí, con desenfado. Afirma compartirla iniciativa “histórica” del presidente Juan Manuel Santos, quien promete negociarla paz también con los “elenos”, los narco-guerrilleros miembros del Ejército de Liberación Nacional, siendo que tal anuncio tiene propósitos manifiestamente electorales.

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En contrapartida, según el texto de la resolución que lleva ante la Asamblea de Paraguay, relativa al seguimiento de la Carta Democrática Interamericana, el Secretario de la OEA se encarga de encadenar a la democracia. Le resta sus tintas. Reedita, desde sus primeros párrafos y en forma categórica, la doctrina de su compatriota, el dictador Augusto Pinochet, para quien la soberanía nacional y el principio de la No intervención están por encima de la dignidad de la persona humana.

La prisión de López hace parte, cabe decirlo, del conjunto de violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos que comprometen las responsabilidades internacionales del triunvirato venezolano: Maduro, Diosdado Cabello y Luisa Ortega Díaz.

Pero Insulza, con sangre de lagarto, distante, a la vez que calla y obvia ante el desgarramiento profundo que sufre Venezuela, en suelo guaraní habla del “derecho a la verdad”. Sólo allí.

En el auditorio de los gobiernos a quienes sirve con lealtad cortesana y más allá de sus obligaciones para con el Bien Común hemisférico, reconoce “la importancia de respetar y garantizar el derecho a la verdad que le asiste a las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos…, así como a sus familias y a la sociedad en su conjunto, de conocer la verdad sobre tales violaciones de la manera más completa posible, en particular, la identidad de los autores, las causas, los hechos y las circunstancias en que se produjeron…”.
El dualismo ético que afecta a la OEA y su Secretario puede inscribirse o explicarse, no lo dudo, en esa transición global que describe Jürgen Habermas en su diálogo con el Cardenal Joseph Ratziger -Papa Emérito- y dice bien sobre el desencanto actual de los ciudadanos con el Estado y las organizaciones internacionales.

Observando la pérdida del sentido de la solidaridad ciudadana y el avance de las personas hacia nómadas o cavernas aisladas, extrañas a las “patrias de bandera”, advierte Habermas sobre la urgencia de un nuevo consenso social que, como en 1945, llegue animado por la común indignación que deben provocar las violaciones masivas de derechos humanos.

La validez de tal contexto y su razonabilidad, sin embargo, no excusan sino que acusan el comportamiento de José Miguel Insulza, en una hora crucial que demanda de coraje y compromiso. Mas creo, como Lacroix, que el optimismo de la voluntad triunfará sobre el pesimismo de la inteligencia, y nuestra generación, apoyando a la sucesiva, logrará revertir los efectos de la desintegración social y política que hoy muestra el Continente.

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