La Celac, sindicato de autócratas del siglo XXI

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Desde 2001, cuando los gobernantes de las Américas advierten que, con la experiencia de Alberto Fujimori, en Perú, toma cuerpo una modalidad ominosa de régimen político hasta entonces desconocido y extraño a la tradicional diferenciación entre dictaduras militares, que llenan nuestro siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, y los gobiernos civiles, electos popularmente a partir de los años `60, cabe hablar ahora de demo-autocracias o neo-dictaduras.

Se trata, en efecto, de una modalidad de gobierno cínico, hijo posmoderno de la mentira y hecha esta política de Estado – los viejos dictadores no ocultaban sus dictaduras – que nace del voto racional o emocional dentro de sociedades democráticas que, conscientemente, eligen gobiernos despóticos, ilustrados o no.

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Plantean una suerte de recreación del gendarme necesario que describen los positivistas de comienzos del siglo pasado, considerado inevitable en pueblos no preparados aún para bien supremo de la libertad. Pero esta vez, he allí lo inédito, al César democrático lo eligen en pleno siglo XXI sociedades que, cuando menos, han descubierto los beneficios del bienestar e incluso conocido los avances que promete la globalización. No obstante, optan por un salto atrás, en una hora de disolución de los lazos de la ciudadanía y de afectación del principio de la soberanía a nivel mundial.

Si en el pasado la disposición de las espadas determina la permanencia indeterminada de los cuarteles y sus comandantes en el ejercicio del poder político latinoamericano, en el presente ya no media una línea divisoria al respecto. Se trata de una enfermedad, a saber, tomar el poder para no abandonarlo hasta que lo dicte la Providencia, que contamina por igual a quienes endosan casacas o acuden a los actos oficiales con jeans y zapatos de tenis.

Mas lo importante es que ejercen el poder montados sobre los rieles de la democracia, vaciando de contenido sus estándares. Se contentan con las formas. Y si se trata de acceder al poder conforme al Estado de Derecho o de hacerlo valer ante la sociedad, cumplen con sus formas pero hacen mutar sus contenidos – con jueces a su servicio – u omiten la aplicación de la ley – severa y draconiana para quienes los adversan – cuando se trata de sancionar delitos que sus camarillas cometen en nombre de la misma neodictadura y para su consolidación.

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En ese contexto nace la Celac o Comunidad de Estados de Latinoamerica y el Caribe, que recién se reúne en La Habana y cuya presidencia, por lo mismo, pueden ejercerla de modo indiferente un presidente civil de derecha, como Sebastián Piñera, o el sanguinario dictador cubano, Raúl Castro. Uno de corbata, otro con traje camuflado.

A despecho del Sistema Interamericano y la misma OEA, la Celac es un engendro político negado a los valores éticos y convencionales, absolutamente primitivo, cultor de un realismo amoral que desborda la imaginación de Nicolo Macchiavelli. Es una vuelta, incluso, al modelo de organizaciones internacionales facilitadoras de las dos grandes guerras mundiales del siglo XX.

En buena lid cabe decir que Rafael Correa, gobernante ecuatoriano, de clara estirpe como déspota al mejor estilo medieval, nunca engañó a la opinión. Fue sincero en su cometido de subvertir el entendimiento regional que se ha tenido acerca de la «república» desde 1826, cuando se celebra el Congreso Anfictiónico de Panamá, en lo particular acerca de la «república democrática» fundada sobre los elementos que consagra para ella, desde 1959, la Declaración de Santiago y que en 2001 cristalizan en la Carta Democrática Interamericana.

Puede decirse, así, que la Celac, al aprobar en Caracas, en 2011, la Declaración Especial sobre la Democracia, que hace parte de su documento constitucional, produce bajo la forma de una cláusula democrática un mecanismo o cláusula sindical orientada a cuidar y salvaguardar la estabilidad laboral de sus presidentes fundadores. ¡Y es que todos a uno, sin excepciones o con algunas excepciones que ya no merecen mencionarse, mal pueden casar sus experiencias de gobierno con las gravosas exigencias que acerca de la democracia de ejercicio demanda la sosudicha Carta, enterrada desde antes por el sepultureno de las libertades en las Américas, José Miguel Insulza.

La Carta Democrática, textualmente, declara que la democracia es un derecho humano de los pueblos, legitimados para reclamar su respeto y garantía por quienes los gobiernan, y al efecto, cuentan para ello, con un régimen de seguridad colectiva democrática y los recursos previstos en tal instrumento. La Declaración de la Celac, suerte de zarpazo, deja en manos de los mismos gobernantes ladinos evaluar sus comportamientos y no admite decisión alguna que pueda sobreponerse al fuero interno o nacional que éstos ostentan.

En suma, si escandaloso fue ver a uno de los hermanos Castro recibir el mando sobre la Celac de manos del presidente Piñera, hoy no caben sorpresas, salvo para los desprevenidos, al observar que este sindicato o internacional de neo-autócratas, encuentra como su sede apropiada al país con más acabada tradición dictatorial en la historia contemporánea del Occidente.

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