Las nuevas formas de autoritarismo

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En el marco de la globalización planetaria se produce hoy un inevitable «estado de cosas», cuyos efectos políticos y constitucionales todavía no encuentran concreción. Y ello, dado tal vacío, conspira contra el entendimiento que de un modo dominante se tiene sobre la democracia en el mundo occidental y de modo particular en las Américas.

Median dos tendencias sociales paralelas que, como lo creo, si no logran ser canalizadas o tamizadas adecuadamente, pueden provocar una crisis fuera de la democracia, en contra de sus estándares, admitiendo no obstante la necesidad de su revisión a la luz de la sociedad digital y de vértigo en avance.

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No pocos afirman que llega a su término la comunidad internacional de los Estados que surge desde mediados del siglo XVII dándole paso a fuerzas de potencia deslocalizada e incluso criminales – piénsese en el ataque a las torres gemelas de Nueva York o en la ineficacia actual de organizaciones como la ONU y la OEA. Y se dice, asimismo, que ceden los paradigmas que al constitucionalismo moderno les aportan las grandes revoluciones del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.

El Estado – no solo el nuestro – se muestra incapaz y no es suficiente para hacerle frente y resolver, por si solo, los más graves desafíos y problemas que plantea la citada mundialización; pero a la vez, dado que sigue creciendo y expande brutalmente en el orden interno, haciéndose complejo y por lo mismo insensible a la cotidianidad de la gente común, las mayorías, la misma Nación como expresión política, abandonan su identidad en lo ciudadano. Se disgregan y atomizan, y cada individuo, en su horfandad moral, se organiza de modo reticular, crea límites y divisiones dentro del Estado, similares a los que definen a éste frente al resto de los Estados. Y lo hace alrededor de exigencias humanas primarias.

La cuestión es que dicho fenómeno comienza a afectar los criterios de universalidad de los derechos humanos y de generalidad de las leyes, para hacer primar el derecho a la diferencia y a la localidad humana, de género, religiosa, o comunal; y deja de ser expresión de la pluralidad democrática en la misma medida en que cada retícula social o comunal – indigenista, ambientalista, vecinal, y hasta transexual – no se reconoce en las otras e intenta imponerle a los otros su «cosmovisión casera». Los «chavistas», es el caso, se empeñan hoy en regresar a la vida primitiva, de trueque y subsistencia bajo la autoridad de un chamán comunal – lo que les es legítimo – pero a la par quieren obligar al resto de los venezolanos, montados sobre el ferrocarril de la modernidad, a que se bajen del mismo.

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Entre tanto, dada la incapacidad sobrevenida del Estado y su pesadez o falta de funcionalidad, su espacio lo ocupan gendarmes de nuevo cuño, quienes se apropian de la soberanía a la manera de los príncipes medievales y a la par entienden el apoyo que reciben de las mayorías en términos equivalentes a la traslatio imperii de la que nos habla la Escolástica medieval. En América Latina, cabe decirlo sin ambages, algunos de sus gobernantes, firmes creyentes en el gobierno a perpetuidad, asumen que el mandato que reciben a través del voto que los elige y legitima les es trasladado de un modo absoluto e irrevocable. Nada cuenta, siquiera, la prevención que acerca del poder de las mayorías en una democracia hace Norberto Bobbio, pensador italiano, en consonancia con la más estricta doctrina de una democracia atada al Estado de Derecho y sirviente de la persona humana y sus derechos, es decir, que aquéllas tienen como límite de su poder la vigencia y existencia de la misma democracia, hecha de pluralidad y alternancia.

En suma, sobre la base de presupuestos discutibles que se acompañan con máximas de la experiencia – como lo es el cuadro de exclusiones que acusa la región – se le atribuye a la democracia sin adjetivos ser el origen de la inseguridad y del cuadro violencia exponencial que también padecen nuestras sociedades; y a tenor de lo antes explicado ceden la misma democracia y el Estado de Derecho. Tales predicados, manipulados a conveniencia, hoy provocan un aparente choque terminal – quizás coyuntural en las Américas – entre dos visiones garantistas de los derechos humanos. Una visión, la correcta, predica que los controles de convencionalidad y de constitucionalidad en materia de derechos humanos y de suyo sobre la efectividad de la democracia, han de hacerse con base en el principio pro homine et libertatis, por ser la democracia un derecho humano totalizante y de la persona. Ese es el caso del sistema que integran la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos, que recién denuncia el Presidente de Venezuela. La otra visión, en construcción, representada en la UNASUR y el Mercosur, pretende que el juicio de valor y los dictámenes – internos e internacionales – acerca de la democracia, el estado de Derecho, y los derechos humanos, se haga pro principe o regens, al creerse los actuales gobernantes electos la encarnación y real garantía de bien común y los intereses colectivos. Es una enfermedad que no discrimina entre derecha e izquierda.

Lo así dicho, como lo hice saber en mi exposición ante las Cortes y Tribunales Constitucionales de América Latina, reunidas en Chile y con ausencia de Venezuela, mejor se resume en lo que alguna vez expresara el ilustre mexicano y ex presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Sergio García Ramírez: «Para favorecer sus excesos, las tiranías clásicas que abrumaron a muchos países de nuestro Hemisferio invocaron motivos de seguridad nacional, soberanía, paz pública. Con ese razonamiento escribieron su capítulo en la historia… Otras formas de autoritarismo, más de esta hora, invocan la seguridad pública, la lucha contra la delincuencia [el combate de la pobreza, agregaría], para imponer restricciones a los derechos y justificar el menoscabo de la libertad. Con un discurso sesgado, atribuyen la inseguridad [social y política] a las garantías constitucionales y, en suma, al propio Estado de Derecho, a la democracia y a la libertad». Siembran gobiernos personalistas por sobre la división y disolución de sus pueblos, anulando la ciudadanía social para luego enterrar a la ciudadanía política.

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