Los artesanos de Globovisión

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La noticia sobre su venta la hace notoria el escritor mexicano Enrique Krause durante nuestro encuentro de Puebla, a propósito de la más reciente asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa. Allí comparte su mesa con el ex presidente ecuatoriano Osvaldo Hurtado, le habla a los editores del Hemisferio y conviene en que se trata de una mala noticia para la democracia, no solo para los venezolanos.

Los presentes no dejamos de lamentarnos, y en lo personal tengo presente a quienes todo lo perdieron o lo apostaron por defender a Globovisión, y apenas se ganaron el exilio. Sabemos que se trata de la última bombona que oxigena a la audiencia libre, desde Caracas, allanándole a la gente sus angustias y frustraciones ante el avance de un mar de leva – autoritario y populista – que la hace impotente y la agravia y humilla desde los medios del Estado.

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Las leyes mordaza se expanden por la región siguiendo el mal ejemplo que les deja el fallecido ex golpista Hugo Chávez y ya tocan las geografías de Bolivia, Ecuador y Argentina, por lo pronto. Los uruguayos se preparan para una igual arremetida y El Clarín de Buenos Aires espera por su ejecución.

El asunto que se plantea nada tiene que ver con la falta de neutralidad o la parcialidad que se le intenta achacar a los periodistas de Globovisión – sus verdaderos artesanos y ahora obligados a renunciar a sus frentes de trabajo por la transacción mercaderil del medio que forjaran y al que sirvieron hasta ayer – o acaso a un Jorge Lanata, quien dispara sus informaciones crudas desde Radio Mitre de Buenos Aires.

Hablar de neutralidad de la prensa ante las amenazas crecientes a la democracia y al Estado de Derecho es un desatino, y más que una estupidez es un acto de deslealtad encubierta. Sin respeto por las libertades y acatamiento de la ley por los gobiernos no hay prensa libre que pueda subsistir y tampoco democracia. Su defensa y sostenimiento es el primer deber del periodismo, que forma la opinión y ayuda al discernimiento ciudadano sin los cuales se degrada la experiencia de la democracia.

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No por azar el Padre Jorge – años antes de llamarse S.S. Francisco – al hablar sobre la antropología política conjura el sincretismo, previene sobre ese llamado “justo medio” o aparente equilibrio que a algunos medios les fascina. Y que lo buscan, justamente, por cobardía, “obviando el conflicto no por resolución de la tensión polar sino simplemente por balanceo de fuerzas”, como dice el jesuita Bergoglio. Se trata, en suma, de la peor y más larvada manifestación de los totalitarismos modernos, pues expresa – según él – la conducta de quien “concilia prescindiendo de los valores que lo trascienden”, como aquellos inherentes a la verdad.

Pero otro asunto cabe agregar a esta reflexión. La sustentabilidad económica de los medios es una exigencia que ha de ser garantizada por los gobernantes, quienes mal pueden conspirar directa o indirectamente contra ella pues equivale a tanto como violarle a cada persona su independencia para expresarse, para opinar e informar. La tutela de ésta implica a la primera.

No obstante, una cosa es proveer a la sustentabilidad de un medio de comunicación y otra considerarlo mero objeto o acaso una empresa comercial a la orden del mejor postor y de arbitraria disposición por su propietario. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido precisa al sostener, como exigencia convencional y sobre todo ética, que los medios de comunicación social “juegan un rol esencial como vehículos de la dimensión social de la libertad de expresión en una sociedad democrática”.

En consecuencia, si la verdadera democracia no puede ser sacrificada en aras del sincretismo, tampoco sus valores y libertades – como sus instrumentos y medios – cabe a abandonarlos bajo un criterio de oportunidad o utilitario. “Reconstruir el sentido de comunidad implica romper con la lógica del individualismo competitivo, mediante la ética de la solidaridad”, dice el Padre Jorge siendo Cardenal.

Las secuelas de la venta de Globovisión están a la orden del día y ocurren por la nula consideración de los extremos anteriores. El daño que sufren sus periodistas y su audiencia, quienes pierden una ventana vital para ejercer la democracia cotidiana, cuando menos deja tras lo anterior el buen ejemplo de los primeros, quienes al renunciar dignamente, como lo diría S.S. Francisco, se han puesto “la patria al hombro”. No tenemos los venezolanos, ante lo sucedido, el derecho al desinterés o a mirar hacia otro lado. No podemos pasar de largo ante las víctimas de una decisión que los obliga al silencio. Ningún condenado a la guillotina, que se sepa, deja a sus hijos al cuidado de los verdugos.

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