Editorial: No es posible ser medio libres ni medio ciudadanos

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Un país sometido a la humillación de las colas, al sobresalto de la violencia, a un mortal desasosiego que no permite siquiera descifrar qué será de cada quien al día siguiente, apenas se dará cuenta de que en trance semejante la libertad es apenas una ficción, cuando mucho una cita retórica.

Lo peor es que eso no ocurre por mera casualidad. No es fruto de la proverbial ineptitud de quienes detentan el poder. Cada zarpazo a la conciencia social, y a la dignidad del venezolano, obedece a un cálculo perverso, sistemático. Las colas forman parte de la trashumante red que nos distrae y paraliza, de la vejación que nos aplasta. El hombre nuevo resultó ser un bachaquero. No es de extrañar, si se recuerda que varios personeros oficiales han confesado que entre los planes de la revolución figura que los pobres sigan siendo pobres. La miseria en que estamos hundidos es, pues, uno de sus principales méritos. La hazaña siguiente no podía ser otra que la de revestir de harapos, también, el espíritu, perseguir con saña insomne la expresión del pensamiento. Tampoco eso es accidente, se ciñe a un manual, porque justo en la misma medida en que la democracia se desdibuja y son desmontadas las instituciones fundamentales que la sostienen, se suele minar los espacios de la opinión, del debate, de la crítica. Entonces, en el ordinario lenguaje del déspota, el disenso se vuelve transgresión, delito. El acto de decidir pasa a ser conspiración, golpe. Anhelar el ascenso, personal y colectivo, un complot de fascistas y parásitos.

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Este diario ha considerado un deber insoslayable no mirar hacia otro lado, en la confusión de esta tragedia, ni banalizar, jamás, sus contenidos. Enterado de los riesgos, como que a lo largo de sus 112 años de existencia ha recibido más de un severo garrotazo por torcida cortesía de la intolerancia, EL IMPULSO no vaciló en su decisión de registrar, al trasluz de su línea editorial, la paulatina quiebra de los valores que distinguen tradicionalmente al sistema democrático, perfectible siempre. Nuestras páginas han contrastado, sin intenciones ocultas, la verdad oficial; han desaprobado, todo este tiempo, la entronización de un estilo de gobernar que celebra la ruina nacional, el resentimiento como arma de sumisión política, el abuso, la arbitrariedad, la lujuriosa y eterna parranda financiada con los dineros públicos, junto a la abominable pretensión de implantar la hegemonía comunicacional, engranaje del pensamiento único.

La consecuencia de esta postura, a toda prueba insobornable, que los lectores conocen y han demostrado apreciar, ha sido la de engrosar la lista negra de los medios impresos a los cuales se les mezquinan tanto las bobinas de papel como los demás insumos básicos, cuya importación y distribución fue monopolizada desde el año 2013 por el Ejecutivo nacional, a través de la Corporación Editorial Alfredo Maneiro (CEAM).

Ahora mismo, en nuestro caso, la posibilidad cierta de interrumpir la circulación, escenario que nos vemos forzados a sopesar de continuo, acaba de ser alargada unas dos semanas, cuando mucho. Es, apenas, un alivio que no logra disipar la ansiedad que brota de uno de los sentimientos más devastadores: la incertidumbre.

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En medio de este cuadro de aberraciones a las cuales no debemos resignarnos, los periódicos en Venezuela estarían condenados a dejar de ser llamados así, pues cuando no cambian su formato, o merman su paginación o tiraje, alteran su periodicidad o simplemente desaparecen. Ahora lo habitual es que cierren, en medio de un triste y desgarrador silencio, que mueve a preguntarnos, todos al unísono, qué estamos haciendo para revertir esta situación, y evitar este espantoso deslave de la patria. Los gremios, por ejemplo, el que agrupa a los periodistas de primero, ¿están haciendo todo cuanto pueden o están llamados a hacer? Su propio Código de Ética los obliga a “luchar por la vigencia y efectividad” de la libertad de expresión y el derecho a la información. Los abogados, salvo honrosas excepciones, ¿marcan la pauta sus esfuerzos, acaso, en esta hora tan lúgubre para el Estado de Derecho? ¿Arriesgan los políticos algo más que sus aspiraciones? Las universidades, los convencidos de las bondades de la iniciativa privada, los partidarios de la vida en libertad, cada padre que desee un mejor futuro para sus hijos, la sociedad civil en su conjunto, ¿aguardaremos todos, sentados, lamiéndose cada quien su frustración, el final que el poder disponga para este desastre que va para dos largas décadas?

Hay problemas mucho más acuciantes, es cierto.

Pudiera alegarse, pongamos por caso, que las medicinas, en tiempos de emergencia sanitaria, tienen prioridad frente al papel. Lo que no debe perderse de vista es que si la prensa es clausurada, o debilitada, la denuncia de todos los dramas que flagelan a la población tendrá menos eco. Habrá menos escrutinio, menos rigor.

La libertad de expresión está al servicio de todas las libertades. Es, históricamente, un derecho humano esencial para el respeto y la promoción de todos los demás derechos.
Uno de los sobrevivientes de los campos de concentración de Auschwitz, el neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl, comprobó en la sobrecogedora turbiedad de ese terror nazi que la “libertad interior”, la elección de la actitud personal con la que cada quien decide hacer frente a su destino, es la última de las libertades humanas que nos pueden ser arrebatadas.

Esa libertad interior nos impone la sagrada tarea de no callar cuando la nación es entregada como trofeo a las garras del miedo, al desparpajo del crimen. Cuando es expuesta en la nocturnidad a la más opresiva de las indefensiones y es vaciada de todo trazo de solidaridad. Cuando el voto es invalidado como herramienta para la decisión democrática y el poder secuestra y usurpa la soberanía. Un tejido social así, desesperanzado y enfermo, percibe que es muy poco lo que la vida vale en el sanguinario e impune azar de las calles.

Nuestro silencio aprueba que el país siga cercado por los alambres del dilema personal, estrujado por la aventura en que se convierte la supervivencia, la suerte del día a día. En esos términos la libertad deja de existir, porque no es posible ser medio libres, ni medio ciudadanos.

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