Editorial: Mancha irreversible

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La imagen actual del país es la de un cuerpo social atónito, en dolorido suspenso, incrédulo de su suerte.

Cuesta aceptar todo lo que ha pasado, todo cuanto una indefensa mayoría de la población se ha visto condenada a soportarle, tan largo tiempo, a una camarilla vaciada de todo escrúpulo, cebada y experta en la trampa, aferrada al poder como único medio de conservar y saborear el opulento fruto de sus correrías.

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Ni siquiera apelan ya a la fascinación, no se esfuerzan en persuadir. En su defecto, largan e imponen, mediante el fuego de sus armas y el secuestro de las instituciones, la mentira cruda, descarada. Gritan sus chantajes más gruesos y libertinos, aun a sabiendas de que nadie les cree. Les importa un bledo. Se saben hallados en falta, descubiertos en sus abyectas fechorías, pero los socios de la macabra hermandad se burlan, cínicos, fingen lealtades, y por ahora, sólo por ahora, logran seguir adelante. Es más, hasta esperan que la nación entera celebre, postrada, sus ofensas. A los vanidosos señores les apetece que una generación famélica, en desusado éxodo, glorifique sus lujos y prominencias.

El Gobierno se empecinó en agotar, en contra de toda prevención legal, y constitucional, o por mera prescripción de sensatez política, un viciado proceso constituyente. Desde su misma concepción, había visos de que la criatura era deforme. La norma era clara. El Presidente tenía la facultad de promover la elección, no así de convocarla. El pueblo, en referendo, debió dar su aprobación, o denegarla, como depositario del poder constituyente originario. Y no se consultó al «soberano» a conciencia del amplísimo repudio, expresado de diversas formas: en las muestras de opinión, en la irritación de la calle, a través de una consulta popular espontánea, en un compacto paro cívico. A costa, incluso, de más de un centenar de vidas y de incontables casos de arbitrarias detenciones, juicios sumarios, atropellos a comunidades enteras, saqueos, vejaciones. En ese cuadro espantoso de días enteros con sus noches de terror, sobresale el admirable sacrificio, que no podrá perderse, de una legión de jóvenes que se despidió de sus padres al sentirse llamados por un sublime ideal de libertad. Ocurre que hasta eso ha pretendido pisotear la tiranía, al ungir como «verdaderos libertadores» a los desalmados verdugos, irreconocibles hordas de asalto viciadas en la deshonra del uniforme militar.

Pero la mancha de fraude no podrá ser borrada, ni ahora ni nunca. Es indeleble. Irreversible. La revelación de Smartmatic apenas ratificó la fundada sospecha, alimentada por una evidencia que ese domingo estuvo al alcance de todos. Porque de esos centros de votación fantasmales, misteriosos, ninguna magia podrá hacer brotar ocho millones de sufragios. No hay auditoría capaz de soportar tan monumental estafa. Para colmo, sin majestad, y ausente de la autoridad que mana de lo legítimo, a su paso la desastrosa máquina oficial acumula abusos tan costosos como el de arrebatarle al municipio Iribarren el alcalde que el pueblo se dio. Alfredo Ramos, reducido a una celda del Helicoide, personifica otro emblema de una injusticia que clama por ser reparada.

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Ahora, tanto el oficialismo como los factores democráticos están colocados ante dos gigantescos dilemas. El Gobierno deberá demostrar que la Constituyente es, ciertamente, el instrumento del que estaba urgido para desanudar una crisis que, por los vientos que soplan, se agravará en todos los sentidos hasta empujarnos a las puertas de una catástrofe social, si es que no lo estamos ya. Y la oposición, en tanto, es colocada, ex profeso, entre la opción de desechar de plano al árbitro electoral tramposo, o volver a ponerse, forzosamente, en sus manos, para «conservar espacios».

Nuestra tragedia reside en que la institución del voto está no herida de muerte sino desahuciada, y eso, es obvio, perjudica más a quien solo posee esa arma. No obstante, un «triunfo» montado sobre un pedestal de crueles falsedades tendrá siempre un aliento mucho más corto que el de la dignidad y la fe colectiva. Recuérdese que por ahora, sólo por ahora, el poder ha logrado vencer. Sin convencer.

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