#OPINIÓN Una aldea desolada

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La aldea estaba impávidamente descongestionada, tan disminuida que hasta se percibía escalofriante, era como adentrarse en ruinas según se vislumbraba en el paisaje. Muchos caciques apostaron a su destrucción. A sus habitantes les habían robado sus tierras, sus granjas y la libertad. Ya no tenían cosechas para saciar las necesidades, el terror había empujado al éxodo de sus jóvenes guerreros. Huían del hambre, de la inseguridad, de la proliferación de las enfermedades, en fin huían de la inexorable muerte. Solo quienes estaban apostando a la resurrección de una renovada aldea en la mente de nuevos líderes, solo aquellos se quedaban; ancianos, hombres y mujeres que se estremecían de esperanzas

Un paisaje abrumadoramente distinto de aquella aldea pujante, donde la heredad colmaba de bendiciones a la tribu, era un paisaje abandonado a la suerte de unos extraños en la tierra que amaban. Sí, eran extraños al querer colectivo, a la tradición de paz, a la prosperidad, a la hermandad, extraños al honor y extraños a la conservación de su raza, de su etnia, de su estirpe.

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Sin importarles lo que tuvieran que destruir para lograr sus propósitos, a los responsables de la decadencia no les quedaba alma, siempre maquinaban la forma y manera de quedarse con las riquezas que subyacen en los suelos de la aldea y por ello hacían gala del histrionismo.

Como perversos histriones los líderes tribales en quienes los pobladores pusieron sus destinos, argüían hacer bien cuando los resultados son un aplastamiento total de la aldea y de su gente, una masacre colectiva de la dignidad y el orgullo que los caracterizaba como etnia.

Dolor profundo manaba de los corazones de los indios al saber que habían confiado sus destinos y su futuro en sus aniquiladores.

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Sí, la aldea estaba desolada, solo los que no podían huir aguardaban el renacer, y aun cuando a sus indios los habían humillado y posiblemente sometido; en ningún modo se habían resignado a morir. Preferían salir del territorio que les habían ocupado de manera tan siniestra para que no se perdiera la cosmogonía y la tradición, para poder hacer señales de humo desde otros montículos.

Recordaba el Franciscano que venía de allende los mares, una cita del bardo Manuel Machado “fatigas pero no tantas que a fuerzas de muchos golpes hasta el hierro se quebranta”.

Y la aldea se quedaba vacía, ante unos ojos ciegos y ante unos oídos sordos.

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