Aquel viejo refrán español que «muerto el perro, se acabó la rabia» es una muletilla simplista y generalmente perniciosa de algunos que buscan soluciones rápidas y sencillas a situaciones complejas. En política, el trillado dicho parece ser corolario obligado ante casos de intenso culto a la personalidad de algún caudillo.
Fue ésta la idea que movió a quienes intentaron eliminar físicamente al Führer en el fallido complot de 1944. Idénticamente pensaban los que pintaban «viva el cáncer» sobre las paredes porteñas durante los estertores de Eva Perón, ocho años más tarde.
La liquidación del nazismo no fue consecuencia de la eventual desaparición de aquel siniestro individuo, sino del colapso total de sus postulados, y del descrédito más absoluto de sus doctrinas.
En sentido contrario, la agonía de la señora Perón lo que hizo fue sembrar más profundo su perniciosa demagogia populista que aún aflige a la Argentina más de medio siglo más tarde.
Es un error común centrar todo un problema nacional en la efímera imagen de un caudillo que genera fanatismo en algunos sectores, simplemente porque su prédica parece tan primitiva que apenas puede identificarse con un nombre propio.
El intenso culto a la personalidad que desarrollan tales personajes forma parte esencial de su afán por proyectar la idea de un poder absoluto, que nunca existe en la realidad.
Aún el más omnipresente de los déspotas individuales descansa sobre un entramado de factores, y es error frecuente de sus oponentes centrar los ataques en la cabeza de un culto – en lugar de concentrar los fuegos contra su entorno corrupto y oportunista.
Lo acertado parece ser dejar esencialmente tranquilo a quién se vuelve objeto de adoración de un «lumpen» poco culto e informado y enfilar las baterías a la crápula que le rodea.
Esa parece haber sido la táctica de la oposición democrática brasilera que – lejos de atacar a un Lula beatificado por masas internas y analistas internacionales – metió la lupa a sus corruptas comparsas y así consiguieron limitar toda posibilidad de un poder omnímodo.
A fin de cuentas, la mayoría de esos «santones» suelen aparecer en medios sociales plagados de ignorancia, superchería y desesperación, con el cual es muy difícil razonar. Razones que resultan valederas y aún demoledoras en grupos civilizados apenas hacen mella allí donde el horizonte se limita de un día para otro.
Allí más vale recordar la filosofía de sanguinario y cínico Josef Stalin que insistía que no basta eliminar el enemigo, sino que antes hay que desacreditarlo por completo.
