El Estado sobreprotector

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 El Estado paternalista es por un lado, como una madre sobreprotectora que desestima la capacidad de sus hijos; y, por otra parte, el Estado es como un padre de tendencias dominantes y patológicas, cuyo único interés es, más que educar, imponer su voluntad.

Los hijos del Estado paternalista son diferentes a los hijos de los Estados maduros. Su particularidad radica en que, siendo ya aptos para producir, siguen dependiendo de sus padres, mientras que sus contemporáneos de al lado ya se han independizado (casos de los países desarrollados o en vías de desarrollo).

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Ellos son como los viejos-niños que siendo adultos, mentalmente aún no han crecido. Con dientes y cuerpos desarrollados maman del pecho de su madre, la miran como a una autoridad suprema y como a una gran proveedora que les sacia todas sus necesidades.

El Estado paternalista es así, sus viejos-niños lo necesitan pero también le rinden cuentas. No saben reconocer todavía sus deberes pero conocen perfectamente sus derechos y más allá. Saben que son la responsabilidad de sus padres (es decir, de su Estado) y saben que pueden exigir, y culparlos si es preciso, porque ellos se vuelven exigentes y «culpadores» por excelencia.

El gobierno del Estado paternalista regala por aquí, allí y acullá. Regala a los sectores pobres de la sociedad y mantiene contentos a sus funcionarios, asegurándose a la vez que todos sus hijos sepan que es generoso y bondadoso. Al mismo tiempo, mientras mantiene a sus viejos-niños con las manos llenas de dulces, él hace de las suyas y aprovecha cuanta fechoría le sea posible: porque cuando da por aquí, quita por allá.

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Desde temprana edad, los viejos-niños del Estado paternalista aprenden la cultura del recibir y se tragan el discurso tácito, vox populi: «Soy hijo del Estado y por lo tanto tengo derecho a ser mantenido por él» ó «Sus riquezas son mis riquezas (aunque yo nunca las trabaje, de todas formas, me las merezco)», porque en esta clase de Estado, el Estado es padre y madre y como es obvio, debe ocuparse de sus hijos como también debe mandarlos (…pero a su parecer). Los hijos del Estado paternalista dependen psicológicamente y -muchas veces- económicamente del Estado, son sobreprotegidos y dominados.

No todos están de acuerdo con el sistema de gobierno, los intelectuales y clases que han tenido acceso a una buena educación, suelen ser los primeros en disentir, catalogando a este Estado de populista y demagogo. Lo que nos hace preguntarnos: ¿Es esta idiosincrasia la idónea? Lo cierto es que los Estados maduros la han superado, han trascendido a una nueva etapa.

¿Y qué beneficios trae este sistema paternalista al pueblo inmaduro? Aparte de recibir un regalo inmediato (y efímero) las ganancias a largo plazo son nulas. Por lo contrario, el hijo de este Estado comienza a sentir una sensación de inutilidad derivada de su extrema dependencia a su Padre/Madre. También surge un malestar que brota al cobrar conciencia: «¿Mi padre de verdad me ama…o me utiliza?»

Cuando se da cuenta de su miseria, atrofiado por la improductividad, y de que ya los «regalos» que le dan no solucionan la raíz del problema -si no que actúan como paños calientes que pronto se enfrían- el hijo del paternalismo pasa a sentir resentimiento contra su padre, el Estado. Lo culpa de sus males y de su pobreza, no pudiendo reconocer que es él el responsable de su destino y el de su patria; que es él quién conforma al Estado y no es un individuo aislado.

Pero hay una salida constructiva. Solo si el viejo-niño madura, deja de culpar a los otros de sus males (incluyendo al gobierno) y acepta su responsabilidad como ciudadano(s), asumiendo tanto sus derechos como sus deberes, podrá evolucionar y trascender colectivamente a un nuevo Estado, un Estado independiente y prospero.

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