El morbo histriónico hispanoamericano es campo fértil para la aparición de «mártires» con mayor utilidad política después de muertos, que de vivos.
Quizás la macabra tradición remonte a la «leyenda del mío Cid», la del cadáver de Rodrigo Díaz de Vivar que ganaba batallas después de muerto. Un cuento muy romántico, aunque tanto en nuestra historia, absolutamente falso.
En Latinoamérica abundan ejemplos de dirigentes venerados y «canonizados» una vez que dejaron de actuar en esta vida.
Pero tras todos esos cultos se encuentra la cruda realidad de una fría manipulación por parte de supervivientes y herederos que desesperadamente se aferran a la teta del poder.
Clásico es la devoción cuasi religiosa por Evita Perón, cuidadosamente cultivada por el sinvergüenza de su viudo, junto a la panda de saqueadores que la rodearon.
Luego tenemos la visión romántica del Ernesto «Ché» Guevara, asesino psicópata y émulo latinoamericano de Pol Pot, cuyo imprudente arrojo y buena facha lo hizo objeto de publicidad y mercadeo para la izquierda global. Eso sí, después que ellos mismos lo tiraron a los perros para una muerte innoble en estériles páramos bolivianos.
El antiguo danzón «Martí no debió de morir» – aunque algunos dicen que fue originalmente dedicado a Benito Juárez – consagra la nostalgia por un imaginario «pudo ser y no fue» del promotor de la independencia cubana.
Y es que en nuestros países son raros los próceres que vieron un final feliz en sus proyectos, comenzando por Bolívar y San Martín.
Quizás por ello en un público emotivo y crédulo prolifera el fervor por las historias inconclusas: Gaitán, Chibás, Roldós, son apenas ejemplos de todo ello.
Al final del cuento lo que en realidad opera es el viejo refrán que dice «el muerto al hoyo, y el vivo al pollo». O bollo, según el país.
A veces el mito se pretende montar con la figura de un desorbitado megalómano que trepa sobre la ignorancia y superchería de quienes se aferran a cualquier clavo en consuelo de una agobiante marginalidad.
Pero su gavilla de secuaces y cachifos, que por sí solos no llegarían a barrenderos, suele ser parte del problema y no de la solución.
Como dijo una vez el brillante analista venezolano Fausto Masó: «el peor problema que tiene aquel señor es que está rodeado de la gente menos de fiar de toda la nación».
Cada Torrijos tiene su Noriega, y al final de sus días el propio venerado podría suspirar: «Con amigos así, ¿para qué quiero enemigos?»
Por allí que siempre tendrá vigencia aquello que dice: «Dios me libre de los vivos, que de los muertos me cuido yo».