Arte y oficio

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A los Periodistas, dedico
La sencilla y noble acepción de “oficio” ha venido quedando relegada a la definición de tareas básicas e instrumentales, pero más allá de su significado esquemático el término encierra un contenido medular en el cual se asientan impulsos más profundos, dado que el OFICIO, así, con mayúsculas, brota de ese entramado interno en cual se enhebra la expresión del trabajo con el fervor de la entrega. La dinámica contemporánea nos ha impulsado muchas veces a optar por actividades en la cuales las conveniencias y las posibilidades son las variables que definen el ámbito del diario quehacer, pero paralelamente a éstas subyace un sentimiento vocacional que contiene las inclinaciones esenciales. Así vemos que hay rangos de actividad cuyo sentido valorativo y trascendente dentro de la sociedad jamás podrá enmarcarse solo en el sentido técnico de una profesión, ya que manejar los vericuetos del espíritu humano, como lo hacen los ministros religiosos, o visualizar las hondonadas de la vida y la muerte, como lo hace un médico, o cincelar la mentes y las emociones, como se propone un maestro, o fundir en las palabras el fragor de la vida usando la riqueza interpretativa, como lo hace un periodista, nunca podrá percibirse como una gestión meramente profesional, porque algo o mucho de los dolores, angustias y expectativas del alma, del cuerpo y del pensar, queda en los rincones del oficiante.
Hace muchos años, en el Guanare nativo de mi padre, me maravillaba la diaria rutina de un vecino. Ese personaje, don Gregorio Marquez, ya entrado en años, de mirada serena y generosa y que con el lino blanco y la corbata negra dejaba sentir la sobria presencia de un señor, colocaba sobre su impoluta camisa un adecuado delantal y encaraba cada mañana, religiosamente, la honra de su oficio como Maestro Herrero. Esa visión integral de honestidad y dignidad la he tenido ante mis ojos en otros momentos de mi deambular: en la palabra y la compenetración de amor del Padre José Clemente Montes de Oca y del Padre López en el Colegio Paul; o en la abnegación de Carlos Zapata Escalona, de Alberto Leamus, de Humberto Campins, de Agustín Zubillaga, de Alí Vásquez Encinoza, de Carlos Pérez Agüero, oficiantes de almas y cuerpos; en la paciente dedicación de Rosa Elena de Vargas, de Gerardo Cedeño, de Ana Emilia Mauriello, de Ezequiel González Gallardo, de Beatriz Alfonzo Ghersi, talladores de la disciplina y del saber; pero el propósito y fin de esta nota me obliga a situarme en otra cantera donde la solidez emotiva no solo emana de cumplir una tarea, sino que se fecunda en las manos cuando éstas se hunden en la argamasa de las horas. Aquel panel vibrante lo percibí cuando visité unas casonas de la carrera 23 junto a un amigo que ahora vuela lejos, Julio Pérez Rojas, y pude allí oler la tinta sempiterna de los andares. En la letra de Salvador, de José Indave, de Homero, de Pacífico, de Otto Cividanes, de Luis Rodríguez, de Juan Bautista y de muchos otros, todos artesanos del saber y el tránsito humano inspirados en la maestría prodigada por Don Elides, Don Fulgencio y Don Rodrigo, se aposentaba el polvo y la gloria de las calles.
Hoy los ciudadanos de a pié rumiamos nuestras ansiedades y expectativas, pero el ardor de las esquinas de soles y sombras quizás nos impida asimilar la gigantesca deuda que mantenemos con esa pléyade de combatientes que ha defendido y defiende nuestros derechos aún a costa de su propio bienestar. Por ello, al filo del mañana, hago uso libérrimo del afecto y pregono que la realidad de esas batallas está en la virtudes que nos prodigan unos legionarios que cada día ensillan a Rocinante para, como dijo el poeta, “…salir a matar canallas con su cañón de futuro”: el colosal intelecto de Jorge Euclides, el inspirado remontar de Fausto Santiago, el profundo talento de José Ángel, la acometida formidable de Víctor Manuel, el aquilatado discurrir de Juan Páez. Allí, sin desandar el tiempo, está el oficio de fragua que deslumbro mi niñez.

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