El desafío abierto de la Democracia

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Iberoamérica, en su conjunto, hace de la democracia una suerte de proceso inacabado pero maleable. Avanza y retrocede sobre sus exigencias mínimas a la par de sus circunstancias, de sus falencias culturales o materiales, de sus desencuentros y traiciones políticas intestinas, o de los mitos que hincan sobre la piel de su realidad geográfica desde el más lejano amanecer.

Habiendo transcurrido sus hombres entre la sumisión y el obligado sosiego de la colonia, habiendo invertido ellos en su liberación las mejores energías creadoras, el resultado posterior fue que coronada la empresa, éstos malgastan el tiempo en contiendas domésticas y ejercicios de oralidad épica contra los intrusos; de donde nuestro Continente medra en la más absoluta ignorancia de sí mismo, desde los años de su independencia hasta inicios y mediados del siglo XX.

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Un elemento de juicio que ilustra bien lo antes dicho es el mismo tiempo emancipador, el de la final liberación del continente y la consolidación de nuestros Estados como noveles repúblicas.

El memorial redactado por Tomás Lander, amigo del Precursor Francisco de Miranda y miembro que fue de la Secretaría del Libertador Simón Bolívar, dirigido en 1826 al doctor Francisco Xavier Yanes, Ministro de la Corte de Justicia del Estado de Venezuela y antes firmante del Acta de Independencia y de la Constitución de 1811, muestra el parte aguas de nuestra accidentada y casi agónica evolución democrática.

«Los artículos 76 y 79 de la Constitución dictada en Chuquisaca por el Libertador Presidente para la República de Bolivia, es lo que ha sobresaltado nuestro celo, porque S.E. la ha considerado adaptable a Colombia, y como tal recomendándola para su establecimiento a los hombres públicos de ella”, dice Lander antes de agregar que “los mencionados artículos erigen un Presidente vitalicio e irresponsable, con la facultad de nombrar su sucesor en la persona del Vicepresidente, y de conmutar las penas capitales, sin acuerdo de los tribunales que las impusieren”.

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En su texto, quien además ejerce como presidente del primer Congreso Nacional venezolano, agrega: “Creemos que al hacer tal recomendación el ínclito patriota, el Hijo de Caracas, parece que perdió de vista, entre la vasta extensión del territorio a que su espada y sus talentos han dado libertad, los caracteres distintivos de su querida patria, de la ilustrada Venezuela, pues los arroyos de sangre inmaculada con que esta región heroica, desde el 19 de abril de 1810 está escribiendo constante las calidades del gobierno que intentó establecer, electivo y responsable, no dejan duda sobre el voto de sus pueblos y el objeto de sus sacrificios», concluye.

Habrán de transcurrir casi 150 años y superarse el panorama de ominosas dictaduras de derechas y de izquierdas que prenden en el corazón de las Américas, manipulando la memoria de nuestros Libertadores, patriotas de uniforme, y prosternando a los Padres Fundadores hijos de la civilidad, para que, luego, bajo la necesidad vital y social de imponerle un «cordón sanitario» a la desviación genética que nos significa el «gendarme necesario», fragüe hacia 1959 un claro entendimiento sobre los desafíos de la democracia, como tarea pendiente e inacabada.

La Declaración de Santiago de Chile, adoptada por la Quinta Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, en la misma oportunidad en que nace la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y tiene como primer Presidente al eximio escritor y ex mandatario Rómulo Gallegos, define una pauta sustantiva sobre la democracia que debe considerarse, incluso, doctrina pionera en el Hemisferio Occidental.

La democracia, como propósito y derecho que cabe asegurarlo a los Gobiernos, se entiende, tal y como reza dicha Declaración, como el aseguramiento de la ley mediante la independencia de los poderes y la fiscalización de los actos del Gobierno por órganos jurisdiccionales del Estado; el surgimiento de los Gobiernos mediante elecciones libres; la incompatibilidad con el ejercicio de la democracia de la perpetuación en el poder o el ejercicio de éste sin plazo determinado o con manifiesto propósito de perpetuación; el deber de los Gobiernos de sostener un régimen de libertad individual y justicia social fundado en el respeto a los derechos humanos; la protección judicial eficaz de los derechos humanos; la contrariedad con el orden democrático de la proscripción política y sistemática; el ejercicio de la libertad de prensa, información y expresión, en tanto que condición esencial para la existencia del mismo sistema democrático; en fin, el desarrollo de estructuras económicas que aseguren condiciones justas y humanas de vida para los pueblos.

La Carta Democrática Interamericana, adoptada como resolución y mediante consenso por los Estados miembros de la OEA en 2001, preterida por los gobernantes quienes hoy la incumplen y desconocen abiertamente pero la usan para proscribir a sus pares “enemigos”, es la obra de una larga maduración sobre los principios y atributos de la democracia, tal y como los predica sostenidamente la doctrina interamericana desde el instante – cabe repetirlo – en que ocurre la empresa emancipadora; discierne entre la democracia de origen, atada a elementos esenciales, y la democracia de ejercicio, que predica su efectividad como derecho humano de las personas y los pueblos.

En la circunstancia corriente es obvio que no podemos escapar a las reflexiones que sobre la democracia demandan las realidades históricas distintas y sobrevenidas, inherentes a la globalización digital y la declinación de los Estados nacionales, pues como lo plantea Laurence Whitehead, catedrático de Oxford, si la democracia no es discutible deja de ser tal, y por ser humana – me permito agregarlo – y de suyo perfectible es «un mecanismo de corrección de errores».

«La democratización debe entenderse, pues, como un proceso de final abierto. La democracia es «esencialmente discutible» no sólo porque nuestros valores puedan diferir, o porque nuestros conceptos políticos puedan carecer de validación lógica o empírica final, sino también porque nuestra cognición política es en sí misma crítica y reflexiva», como lo señala Whitehead. Mas, al hablar y debatir sobre la democracia hemos de tener presente la metáfora del ancla de la que nos habla el mismo profesor, «ya que indica cómo incluso en el mundo físico una entidad puede estar restringida sin ser fija».

La democracia tiene componentes indispensables en cuyo defecto su noción queda hueca, vacía. «Se tienen que resistir los intentos de apropiarse del término que produzcan significados fuera de esa corriente, principalmente porque destruirían las posibilidades de diálogo reflexivo sobre el cual se debe apoyar cualquier democracia». Diría con Plutarco, a propósito de la democracia y como colofón, que el peligro que la acecha en Iberoamérica no reside en la discusión, inherente a lo que ella es, sino en la ignorancia y en quienes la explotan para beneficio propio, como medio sempiterno de dominación.

 

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