Educación: un enfoque equivocado

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A propósito de las diversas opiniones reflejadas en los medios de comunicación, hemos visto y oído en distintas ocasiones a conspicuos representantes del Gobierno Nacional acreditar la idea de que la educación en las sociedades liberales, lejos de cumplir su función igualitaria que se le supone desde que se democratiza, no constituye, de hecho, más que un instrumento de transmisión del poder entre generaciones en el seno de la clase dominante. Así se afirma que los alumnos de las últimas clases de enseñanza secundaria que trataban luego en la enseñanza universitaria proceden todos de la “burguesía”. Naturalmente los que sostienen esto no tienen en cuenta los elementos “burgueses” que no consiguen terminar sus estudios secundarios y, por lo tanto, no pueden entrar en la universidad.
Un estudio honesto que abarca 2 o 3 generaciones pondrían en evidencia un doble movimiento: uno ascendente desde las familias pobres hacia los estudios superiores y uno descendente desde las familias acomodadas hacia ocupaciones medianas o mediocres. El ascenso profesional vinculado a los estudios se debe a la acción de dos factores: un factor (innegable) que procura a los niños de ambientes educados condiciones más favorables y un factor personal que expresa los dotes, la inteligencia y la afición a aprender.
¿Llega a ser el segundo factor tan importante como el primero?
La teoría del origen puramente socioeconómico del éxito escolar y universitario va acompañada por un postulado que consiste en negar toda desigualdad de dones intelectuales entre los niños e, incluso, toda diversidad de esos dones. No hay alumnos buenos o malos, solo víctimas o beneficiarios de las injusticias sociales.
Se ve como la primera mentira, negando todo afecto igualador de una educación democratizada, conduce a la segunda, negando que existan disposiciones más o menos pronunciadas para el trabajo intelección.
Hay que disimular a toda costa el hecho de que numerosos niños procedentes de ambientes modestos tienen más éxito en sus estudios que otros procedentes de medios acomodados.
Por eso asistimos al propósito absurdo de proponer reformas en el sistema educativo expresamente concebidas a impedir que los niños más dotados o más trabajadores progresen más que los demás. Todo buen alumno es sospechoso de serlo por pertenecer a las clases privilegiadas. Pareciera que la justicia exige que todos los alumnos se vuelvan malos a fin de que todos puedan volver a empezar juntos y con buen pie hacia un porvenir igualitario y radiante.
La creación de nuevos modelos educativos, la remodelación o, más bien, deformación de las existentes y otras muchas iniciativas que nos es dado contemplar con asombro y, a veces, con estupor sitúan a los diseñadores de estas políticas entre la mentira flagelada y la deformación ideológica.
Debemos alejar a la educación de imposturas políticas que solo tienden a pervertirla. Impulsarla, profundizarla, mejorarla cada día sí, pero separándola de impurezas ideológicas anticientíficas y estériles.

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