La revolución pacífica (II)

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Las causas de la realidad delictiva son múltiples pero hay una fundamental, que no es otra que la orfandad psíquica y afectiva de la mayoría de nuestros niños y jóvenes en los barrios y el maltrato y el desprecio sufrido fundamentalmente en manos de sus progenitores y familiares y, cosa curiosa, pareciera que la principal responsabilidad recae en la figura materna, madres maltratadoras y negadoras de identidad y autoestima, así como ausentes en muchos casos.
El llamado malandro usualmente no opera en su propio barrio y si transgrede esta norma corre el riesgo del linchamiento colectivo y anónimo; por lo demás el barrio es su principal refugio y apoyo. Estas terribles realidades terminan siendo responsabilidad de todos, de toda la sociedad, pero particularmente destaca la responsabilidad de los gobernantes que fracasan en desarrollar la economía, crear empleo productivo y garantizar calidad de vida y servicios esenciales como vivienda, salud y educación.
Además está el mal ejemplo de las llamadas élites, evidenciado en la conducta de muchos, por su arrogancia, codicia y desprecio hacia los menos favorecidos; y en los últimos años tenemos el lenguaje violento y descalificador que ha alentado cualquier tipo de resentimiento u odio de clase. También está la impunidad, las debilidades de un sistema judicial fuertemente comprometido en sus debilidades morales, así como la complicidad de otras instituciones que en vez de combatir el delito y a los delincuentes terminan asociados con ellos.
Sin lugar a dudas este es nuestro principal problema, la inseguridad y la delincuencia, y no puede haber gobernabilidad y desarrollo si no convertimos esta problemática y su solución en tarea de todos. Las cárceles es otro capítulo, complementario y proyección de la problemática aquí referida, calificadas como verdaderos infiernos en donde no sólo no hay redención humana y reinserción social sino que el proceso de degradación que en ellas se vive y el riesgo cierto de morir que allí existe ha convertido a las cárceles, para muchos de sus habitantes, casi como una condena a muerte anunciada.
Hay que desarmar al país, el Estado tiene que volver a tener el monopolio de las armas particularmente a través de las Fuerzas Armadas y policiales y además tenemos que desarmar el lenguaje, la permanente agresividad e incitación al odio, la descalificación del adversario convertido en enemigo. Sin lugar a dudas el país tiene que ser recuperado en su unidad y multiplicidad identitaria y fundamentalmente en la solidaridad de toda una sociedad que está obligada a vivir junta y a tener proyectos compartidos.

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