Nacidos para amar

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La condición del hombre no es la de un ser solitario. No es la de Robinson en su isla, aunque incidentalmente pueda aparecer un Viernes. La persona humana es esencialmene social o sociable, lo cual quiere decir que necesita de los demás y los demás necesitan de ella. Sólo en el espejo de otra persona se reconoce a sí mismo, reconociendo a la otra persona como otro yo, captando su dignidad a la par que la propia. Si no hubiera espejos no conoceríamos nuestro rostro e imperfectamente el del otro.
Querer a otra persona es valorarla en sí misma, en lo que es y en lo que vale. Las personas tienen entidad y dignidad por sí mismas. Querer a otro simplemente por la utilidad o el placer es instrumentalizarlo o cosificarlo. A la persona o se la ama por sí misma o no se la ama en absoluto. Una persona, a diferencia de las cosas, no es nunca un mero instrumento al servicio de otra: sería una encarnación de la esclavitud, rechazada unánimemente –al menos en teoría- por la conciencia común de la humanidad.
En efecto: el querer verdadero es desinteresado, es decir que busca el bien de la persona amada. Quererla por interés o por placer es quererse a uno mismo, a través de esa persona, una forma refinada de egoísmo.
Toda persona ha sido creada por Dios mediante una libre decisión de amor, no por necesidad alguna. Habiendo nacido por amor, hemos sido destinados a amar, siguiendo con ello al Creador, que nos hizo a su imagen y semejanza. La persona humana, una en cuerpo y alma, está ordenada al amor, a Dios y a los hijos de Dios. De lo contrario se va anquilosando en un egoísmo enfermizo: “El hombre no puede vivir sin amor. Él resulta para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Juan Pablo II. Enc. Redemptor hominis, n. 10).
La visión cristiana del hombre nos muestra que la finalidad de la vida no es triunfar, sino servir, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Jesucristo. Triunfar a toda costa significaría sencillamente la exaltación del yo. Triunfar no siempre se puede, a veces toca fracasar. En cambio servir siempre se puede, y eso es el verdadero triunfo. El libre y amoroso servicio, a Dios y a los demás, es el auténtico homenaje que se debe a las personas.
Hay dos posibilidades para la realización integral de la vocación humana al amor: el matrimonio y la virginidad o celibato por el Reino de los Cielos. Ambos “vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y concede la gracia indispensable para vivirlas conforme a su voluntad; son inseparables y se apoyan mutuamente” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.620).
El celibato, como donación de la propia vida, con corazón indiviso, al servicio de Dios y del prójimo, ha tenido siempre en la Iglesia la máxima consideración, aunque no es vocación para la mayoría. A su vez el matrimonio, en la complementariedad del varón y de la mujer,  es también camino de amorosa donación al cónyuge y a los hijos, y base de la familia que es la célula base de toda la sociedad. “En uno y otro modo de vida –hoy diríamos, en una y otra vocación-, actúa ese don que cada uno recibe de Dios, es decir, la gracia, que hace que el cuerpo se convierta en templo del Espíritu Santo, y que permanezca tal (…) si el hombre se mantiene fiel al propio don” (Juan Pablo II. Alocución, 14-VII-1982, n. 4).

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