Editorial: Agenda democrática

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Esta semana no nos pertenece a los venezolanos, en lo personal.

Esta semana tiene un contenido histórico, en lo político y en lo social, que va mucho más allá de nuestros asuntos y de nuestros pareceres individuales.

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No está, entonces, en nuestras manos vacilar en torno a lo que podemos o debemos hacer en estos días, y con especial énfasis el domingo 7 de octubre.

Estamos en presencia de una coyuntura democrática que vuelve a entregarnos la posibilidad de decidir, a través de la herramienta del voto, si deseamos que las cosas en este país sigan el curso que llevan, con su tendencia a empeorar, o si, por lo contrario, ansiamos y merecemos una rectificación, un cambio sustancial, hacia estadios de progreso, convivencia, y el rescate definitivo de los valores ligados al trabajo, al esfuerzo creador, al respeto, al imperio de la ley.

Tenemos por delante una agenda invalorable, superior. Es una agenda democrática. Una agenda de dignidad y de libertad.

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Llegamos hasta aquí luego de sortear muchos peligros y escollos. Son 14 años de atajos decretados desde un Gobierno que se pretende providencial, eterno, empecinado con viciosa grosería en impedir el brillo de uno de los principales rasgos distintivos del ejercicio democrático: la saludable alternancia en el ejercicio del poder.

Atrás han quedado todas las taras desplegadas sobre la conciencia ciudadana, sobre nuestra tradición republicana. El uso de la fuerza del Estado para implantar una verdad única. El abuso que ha significado colocar todas las instituciones al servicio de una ideología fracasada, que en todos los lugares del mundo donde ha sido impuesta ha dejado tras de sí una ominosa estela de violencia, de opresión, de muertes.

Incluso los símbolos de la nación han sido forzados a servir de decorado al régimen. Ahora mismo, en los fragores de una campaña en la que pese a su descarado ventajismo oficial luce en clara minusvalía, en materia de fervor popular y de credibilidad, el aspirante a una nueva reelección se hace llamar el candidato de la patria. Quienes no comparten sus delirios no existen, no tienen derecho a nada.

Tampoco importan los problemas, los dramas consuetudinarios del pueblo. Lo ha dicho él mismo, con su incurable desparpajo. Poco debe importarnos si tenemos luz, o agua, o empleo. Poco importa si los hospitales tienen gasa o si en los planteles de los barrios falla el Programa de Alimentación Escolar (PAE), como ahora. Lo único que debe preocuparnos es si él sigue encerrado y aislado en el Palacio de Miraflores, de espaldas a la suerte de la nación entera. Qué desgracia.

Pues no. Cada uno de los días de esta semana debe servirnos como antesala para una reflexión de la cual es preciso extraer decisión, coraje, confianza en nosotros mismos como cuerpo social. Son días propicios para propagar en todos los entornos posibles esta angustia que nos carcome. Este sobresalto que nos escarnece.

La cita del jueves 4, en Barquisimeto, con el candidato de la Unidad Democrática, es fundamental. Es la ocasión que tenemos los larenses para probar nuestro peso específico, en lo político, en una tradición histórica e intelectual,  que nos asocia a las causas más elevadas del ser humano.

Convencer a los nuestros, disponernos a votar, temprano, sin caer en provocaciones, sin ceder al chantaje del miedo y la desesperanza. Ejercer la contraloría del voto de todos. Estar prestos a defender la expresión de la voluntad colectiva. Celebrar con mesura y alegría republicana. Colaborar, en la medida de nuestras posibilidades, para que un nuevo Gobierno nos convoque y represente a todos, sin distingos. Todo esto forma parte de la agenda de redención y esperanza a nuestro alcance. Es nuestra arma. Es nuestra prodigiosa herramienta para el cambio. No la desperdiciemos.

 

 

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