El miedo a debatir Por Ricardo Trotti

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Si ganó Mitt Romney o perdió Barack Obama en el primer debate de la carrera presidencial estadounidense, no es tan importante como que triunfó la gente, el proceso electoral y la política.

Alienada de tanta propaganda partidaria, avisos negativos, discursos e información polarizada, el cara a cara entre los candidatos dio un respiro a los electores para que los conozcan íntimamente, y aprender de propuestas sobre una realidad más descarnada y autocrítica del país.
Los debates no tienen la fuerza de cambiar el rumbo de una elección, ya que se realizan en la parte final de la campaña electoral cuando los indecisos son pocos y la mayoría difícilmente considere traicionar sus lealtades partidarias. Empero, como ocurrió el miércoles con Romney, suelen energizar campañas que todos daban por decididas.
Romney rebasó a Obama no por su ventaja de retador, sino porque fue más convincente en el arte de la retórica, del intercambio de ideas, donde prevalecen los principios y propuestas más que los hechos, el lenguaje corporal más que las tácticas futuras. Obama perdió porque confundió política con gobierno, quedó empantanado, defendiendo decisiones tomadas y objetivos que todavía no alcanzó.
Sin embargo, el logro más sustancial de los debates es que crean una atmósfera de efervescencia política, renovando en la gente el interés por la vida de sus comunidades y generando mayores compromisos para salir a votar. Un clima tan saludable para la política y la participación democrática, similar al que crean las Eliminatorias al fútbol o los play-off a la NBA.
Lamentablemente, este tipo de fiesta cívica todavía no caló del todo en la cultura electoral de varios países latinoamericanos, donde existen gobiernos que prefieren informar a ser cuestionados o hacer propaganda por temor a debatir. Venezuela es el caso típico. El presidente Hugo Chávez rechazó de cuajo el intento de su contrincante, el gobernador Henrique Capriles, de trenzarse en debates electorales rumbo a las elecciones de este domingo, relegando a los venezolanos a solo tener que consumir propaganda, insultos y descalificaciones.
La falta de debates denuncia el grado de autoritarismo o realza el nivel de democracia alcanzado en un país. No es casualidad que sean inexistentes en Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador y Nicaragua; o que, por el contrario, formen parte de la cultura electoral de Brasil, Chile, Costa Rica, Colombia, México y Perú.
En Venezuela los debates presidenciales se realizaron por última vez en 1998, cuando Chávez aspiraba a la presidencia. Lo mismo ocurrió con Evo Morales en Bolivia, donde antes de su segundo período eran práctica habitual entre candidatos. Esto demuestra que a mayor cantidad de años en el poder, menor son las chances para que haya discusión de ideas.
También sucede con Daniel Ortega en Nicaragua, Rafael Correa en Ecuador y Cristina de Kirchner en Argentina. Tras varios años en el poder, prefieren descalificar públicamente a sus adversarios a tener que sentarse frente a frente, argumentando que su comunicación es con el pueblo, con las bases, aunque rara vez esa comunicación es de doble vía.
Ese miedo a debatir, a tener que compartir el poder temporalmente, los obliga a crear un clima de polarización política constante, en el que valen más los insultos y los ataques que el debate. La polarización no es una casualidad, sino causalidad, es una estrategia política inteligente para quien quiere gobernar sin tener que rendir cuentas o cumplir con los contrapesos de la democracia.
Es fácil advertir que esa polarización no puede ser sustentada sin un aparato gigantesco de propaganda. De ahí que estos gobiernos sigan creando medios de comunicación gubernamentales a los que usan no como medios públicos sino para su beneficio partidario; discriminen y persigan a los medios y periodistas que ejercen su misión de fiscalizar al poder; que solo informen a la población a través de cadenas nacionales y discursos en actos políticos o que no ofrezcan conferencia de prensa o posibilidad donde puedan ser cuestionados.
El miedo a debatir implica miedo a la democracia. Por ello, para evitar que los gobiernos se hagan más autoritarios y cerrados, sería importante que la sana cultura de los debates se incluya como valor esencial en la legislación electoral.
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