El presidente Santos y su punto final por Asdrúbal Aguiar

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La instalación en Oslo de una Mesa para la paz, impulsada por el presidente Juan Manuel Santos y que tiene como contraparte suya a la narcoguerrilla colombiana, es un hecho más que relevante. Su desenlace feliz todos lo deseamos. Más de medio siglo de violencia, muertes indiscriminadas y secuestros de inocentes para alimentar el círculo vicioso que se traga a la hermana república basta ya y no encuentra justificación política alguna. Se impone, pues, la pacificación.

No obstante lo complejo que resulta negociar con un movimiento insurreccional de extrema izquierda – que puede usar del espacio que se le ofrece para darse oxígeno y cuyos integrantes degeneran en cártel de narcotraficantes – cabe decir que el esfuerzo al respecto es válido y legítimo. Pero es de destacar que si acaso llega a buen término, dentro de tan atípico contexto – la ley coaligada con el delito – es porque una de dichas variables ha perdido su fuerza.

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En pocas palabras y sin rodeos, parece posible negociar ahora con las FARC y reinsertar a sus milicianos en la vida civil y política de Colombia por cuanto durante el gobierno del presidente Álvaro Uribe, siendo ministro de la defensa el actual mandatario neogranadino, la citada narcoguerrilla pierde la guerra bajo la política de seguridad democrática.

A la tregua, con vistas a los acuerdos, han de sobrevenir – si las cosas se manejan con tino e inteligencia – el perdón, la desmovilización, y la habilitación de los miles de colombianos quienes por décadas no conocen más que montañas o selvas intrincadas, guaridas de sus felonías y fechorías. La experiencia de otros acuerdos de paz alcanzados, sobre todo en Centroamérica durante las décadas finales del pasado siglo, es al respecto un modelo que a buen seguro ya tienen presente los negociadores y sus acompañantes.

Mas sea lo que fuere no dejará de estar presente un asunto crucial que muchos creerán dar por resuelto alcanzada la paz y del cual depende el mismo acuerdo de paz; pero que deriva en simple moratoria – como otra vez lo muestra la experiencia – y persigue a los autores de los acuerdos como espada de Damocles por el resto de sus vidas. Se trata, justamente, del perdón negociado.

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Piénsese, en paralelo, pues sus contextos se parecen y a la vez no, en ese dato que hipoteca las transiciones hacia la democracia en América Latina, constituido por las llamadas leyes de punto final, que trucan en irresponsables a los responsables de crímenes de lesa humanidad.

El bien supremo del la paz y la misma democracia bastó entonces y le fue suficiente a congresos democráticamente electos para conceder los perdones respectivos; pero al paso de los años y bajo el dominio de una máxima de igual Humanidad e inscrita en la memoria de las Grandes Guerras, se considera – haciendo primar el derecho de las víctimas de tales crímenes a la verdad, la justicia y la reparación – que los arreglos o leyes de perdón son abiertamente contrarios a la ética y al Derecho !Y es que la impunidad, antes que paliar, contribuye a la repetición de los crímenes que son objeto de aquellos!

Al concluir la Segunda Gran Guerra del siglo XX la justicia internacional no se hace sentir – pues en justicia y conforme a la realidad se hacía impracticable – sobre la totalidad de los integrantes de los ejércitos fascistas autores de crímenes de guerra o lesa humanidad; pero los responsables de su ejecución fueron perseguidos, juzgados y en su mayoría condenados a perpetuidad.

Para solo poner un ejemplo, en el caso de Venezuela, el pacto que suscriben el gobierno de presidente Hugo Chávez con las FARC en agosto de 1999, supuso, luego de 14 años, el traslado de la industria del narcotráfico hacia nuestro territorio. Su costo es, no solo la contaminación por ésta de oficiales de las Fuerzas Armadas, organismos de policía y de administración de Justicia, sino las 18.000 víctimas de homicidios que cada año reseñan nuestros medios de comunicación.

Las confesiones del Coronel y ex magistrado supremo Eladio Aponte Aponte, son más que reveladoras en el indicado sentido. Por ello y de nuevo vuelve sobre el tapete la cuestión vertebral. La paz y el clima de tolerancia que la misma ha de procurar es necesario para el fortalecimiento de nuestras menguadas realidades democráticas, sea en Colombia como en Venezuela. Empero, visto que la democracia y el Estado de Derecho son y existen como tales por su finalidad, a saber el respeto y la garantía de los derechos humanos y la reparación de las víctimas de sus negaciones, una y otro mal pueden sostenerse sobre un piso que les desfigure.

La paz, lo dice bien el magisterio eclesial, es obra de la Justicia.

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