Cuando Gabo me pedía una flor amarilla

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Acababa de cumplir 19 años, parecía una hippie de buena familia y la mítica Universidad Nacional de Colombia, donde estudiaba, había sido cerrada por dos años por razones políticas tras una ola de manifestaciones, dejándome de repente perdida en el mundo de los adultos.

Como el comején de la política en la década del 70 devoraba nuestras vidas, terminé por esas casualidades de la sociedad bogotana trabajando para la revista de izquierda Alternativa, pocos meses después de que la fundara Gabriel García Márquez en 1975, con un pequeño pero prestigioso grupo de periodistas: Enrique Santos Calderón, Antonio Caballero, Jorge Restrepo, Hernando Corral.

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Semejante aventura, para una chica joven, única mujer del grupo, con el cargo además de secretaria de Redacción, probablemente gracias a mi propia ingenuidad: tenía la convicción de que estaba allí porque representaba al movimiento estudiantil en la publicación más difundida de la izquierda colombiana, que formó a una generación entera en la defensa de los derechos humanos, de los presos políticos, de los indígenas, contra las torturas y atrocidades de las dictaduras y los militares en América Latina.

Gabo, como lo llamábamos todos, ya había escrito «Cien años de Soledad» y era considerado uno de los escritores más importantes del continente. Vivía en México, pero como en sus novelas sabía como por magia todo de todos. Aunque probablemente lo que más le gustaba eran «los enredos de amor» o mejor, como él mismo decía, «las historias de amores contrariados».

García Márquez compartía con todos el «espíritu de Alternativa», cuyas reuniones de redacción eran verdaderos debates políticos libres y abiertos, que llegaron a generar divisiones internas. Participaban en ellos los colaboradores y columnistas, crema y nata de la intelectualidad colombiana.

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Para Alternativa, Gabo escribió crónicas sobre Cuba y Angola, hizo entrevistas a montoneros, sandinistas y a Felipe González: aún recuerdo la dificultad que tuve para transcribir horas y horas de conversación con el entonces emblema del socialismo español.

Las divisiones, el dogmatismo, el nacimiento de una guerrilla «socialdemócrata», la toma de la embajada dominicana por parte del M19, la represión cada vez mayor, fueron desgastando la vitalidad de la publicación, pese a vendía 30.000 ejemplares. Pero no contaba con publicidad, y Gabo se veía obligado a inyectar cada vez más dinero.

El día que cumplió 50 años, le dedicamos una edición especial, ilustrada con una caricatura del genial Caballero, mientras todos y cada uno brindamos con él personalmente al teléfono.

Cuando la revista cerró en 1980, ahogada por sus deudas y después de que García Márquez anunciara que cortaba los fondos, me llamó separadamente:

«Ajá Kelly, qué quieres que haga por ti. Dime y yo lo hago». No supe responder.

Le dije que me gustaría trabajar en Roma porque me había enamorado de un italiano.

«Muy fácil, llamo a mi amiga Rossana Rossanda y trabajas para Il Manifesto, te vas a sentir como en Alternativa», respondió.

«Gabo, es que me enamoré de un periodista del Manifesto».

A Roma vino muchas veces, solía llamarme para acompañarlo a las invitaciones a los restaurante de Trastevere con sus amigos: Francesco Rosi, Fernando Birri, el poeta Rafael Alberti…

En una ocasión me colé en una fiesta, haciéndome pasar por Irene Papas, y hasta me propuso que interpretara a la Cándida Eréndira, personaje de una de sus novelas.

Cuando Plinio Apuleyo Mendoza, su «amigo oficial», ocupaba el cargo de embajador de Colombia en Italia, a finales de los 80; fui tal vez la única testigo de la pacificación entre ambos tras años de distanciamiento.

Cada vez que llegaba a Colombia o a Italia, pedía con discreción que le pusieran una rosa amarilla en el escritorio, una flor y un color que le traían buena suerte. Las mismas que lo acompañan ahora en sus crónicas desde la eternidad.

* Kelly Velásquez es una periodista colombiana. Trabaja desde 1997 en el Servicio español de la AFP, como corresponsal en Roma.

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