Vivimos en un encierro

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La vida del venezolano se ha convertido en una rutina: de la casa al trabajo, del trabajo a la cola por productos regulados, de allí al centro comercial, a la casa de un familiar o amigo. Hay muy pocas opciones para el disfrute, que suele quedar en un segundo plano ante asuntos más graves como el desabastecimiento. Pero lo cierto es que también tenemos derecho al esparcimiento, a disfrutar de la ciudad y de sus espacios públicos para que los niños jueguen, para hacer ejercicio o simplemente ver algo de verde, en medio de tanta penumbra moral que nos encontramos a diario.

Lamentablemente no es algo a lo que estamos muy acostumbrados, a causa de la inseguridad que nos acecha en cualquier esquina. Vivimos encerrados, con un toque de queda auto impuesto y frecuentando siempre los mismos lugares, sencillamente porque es el hampa quien reina en las calles. Sitios como El Cardenalito solían llenarse a partir de las 5 de la tarde y especialmente los domingos, con personas que iban a caminar, trotar o pasear sus mascotas. Ahora, como el módulo policial está abandonado, la gente tiene temor de estacionarse en el lugar y más aún de andar a pie, porque además allí suelen encontrar refugio indigentes y malandrines. A la inseguridad se suma en perfecta sincronía la falta de alumbrado público. Este parque está a oscuras de noche y también otros, como las plazas La Botella y Los Leones.

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Esta es una injusticia más que se comete contra el ciudadano: obligarlo a vivir entre cuatro paredes, a la defensiva hasta de su sombra. Deberíamos tener la posibilidad de sentarnos en un banco de un espacio público con un celular, periódico o libro, sin que esto represente poner en riesgo la propia vida. No somos robots; somos seres humanos que merecemos respirar aire fresco y disfrutar la ciudad más allá del concreto, el metal y el vidrio.

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