#Opinión Besos del Pasillo

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La observo sentada en la orilla del sofá mientras los demás comemos cotufas viendo una película. Su espalda derechita y sus piernas tan delgadas juntas, igual que sus manos sobre su regazo. Tiene pecas en las manos que siempre fueron tan lindas, y un anillo precioso cuya historia quién sabe si ella misma pueda recordar.  Su otrora melena espesa, de joven oscura, de señora roja radiante, ahora está muy corta y casi blanca, apenas con vestigios de un tinte que ya no tiene sentido.

Aún arquea pícara el extremo de sus labios usualmente inexpresivos cuando reacciona a un llamado. Esa picardía, por microsegundos, se viste de un patio de café y pavos reales, de una quebrada helada pero bienvenida en días calientes, del olor de los potreros y del café colado con papelón y leche recién ordeñada. Sus ojos opacos tienen impresa la pregunta eterna y callada de dónde está su amor; adónde se fue su amor; cuándo la buscará su amor.  La he tenido descuidada. Me afecta mucho su ausencia y tener que recordarle quién soy cada vez que se percata de que estoy ahí. Mi egoísmo no me deja superar sus pasitos cortos y temerosos, su silencio, su cadencia; me recuerdan que yo tampoco soy la niña de antes.

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Su belleza inexplicable sigue escondida en sus maneras suaves, pero los carnavales no son lo mismo sin ella mojando a todo el mundo, ni los cumpleaños sin ella llenándonos la cara de crema. No consigo el nombre de la Casa Madre; nunca lo creí tan importante hasta este momento en que no tengo la mía. La Navidad y el Año Nuevo no me saben ni me suenan a nada ya, y no me había dado cuenta de que ella, aunque siga con nosotros, ya no anda revoloteando por todos lados, haciéndonos reír y alcahueteándonos las tremenduras (si no las comenzaba ella) como lo hacía mi abuelo.

Esta tarde viajé en mis pupilas al observarla, y vi su espacio preferido, la cocina, en la casona de la 18 o en la de Nueva Segovia. La vi a ella y alcé mi cabeza de ocho años para fijarme en que su delantal siempre estaba salpicado de onoto. Su colección de ollas era flamante; su nevera, siempre generosa; su mesa, siempre presta a recibirnos. Tan quisquillosa que soy con el beef steak, y los suyos, bistecs, todavía me impregnan las papilas de comino y salsa inglesa, o aquel aliño que me enseñó a hacer cuando notó mi interés por la cocina y cuyo secreto no comparto.

Me jacto de que el arroz blanco me queda igual al suyo, y añoro su termo mágico que quien llegara por la mañana, a la hora que fuera, conseguiría mágicamente lleno de café con leche caliente. Tuvo el poder de convertir la dieta de un pre-diabético en manjares nacidos de una creatividad enorme y de una pasión que jamás se apagó, y es que también se hace el amor sobre los platos arropados de sabor. Su gozo al ver el de mi abuelo presidiendo la mesa era inmensurable.

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Más de una vez tuve que retroceder sigilosa en algún pasillo que era refugio de sus besos adolescentes, arrinconados y sexagenarios; mis abuelos respiraban uno a través del otro. Veinte años después, cuánto no daría por quedarme a espiar esos besos que han sido una prueba de que el amor no tiene por qué apagarse si uno no quiere, ni siquiera luego de trece hijos y treinta y pico de nietos. Ella tuvo al amor de su vida toda la vida, y esto que vive ahora es solo un paréntesis, un limbo, mientras vuelve a sus brazos amorosos y a su querencia que le recitaba poemas por ser muy sordo para cantarle serenatas detrás del muro del internado de las monjas.

Qué no daría por haberme quedado a espiar esos besos del pasillo para entender que al amor de la vida hay que saber sazonarlo como solo ella supo hacerlo.

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