#Opinión Downtown y Zaguanes

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El downtown o centro de una ciudad usualmente guarda un encanto pintoresco y romántico que anda siempre a pie.  Las tiendas y sus vitrinas, las plazas, los restaurantes, los bares y las oficinas gubernamentales transpiran aires de un nivel más alto, más caro, más chic. El κόσμος de la πόλις, el cuadrante, las avenidas y sus transversales construyen un espejismo de orden por encima del χάος de valores y prioridades revueltas entre los edificios antiguos, de ricos balcones salientes y mendigos en los portales.

Lo cosmopolita que impregna los rasgos de un downton o centro de ciudad, sin embargo, brilla por su ausencia en esta mía.  Sé que aún hay cuevas de tesoros en algunos rincones, pero el suplicio del viaje poblado de basura, al menos a mí, me quita las ganas de ser Alí Babá.  Sé también que en alguna época fue distinto gracias a las crónicas de los nostálgicos.

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Cuando mis abuelos vivían en la esquina de la 18 con la 28, mis cinco años iban agarrados de la mano de alguna de mis ocho tías para ir a curucutear a sitios como Centro BECO o Sarita, o a probarse algún “conjunto” en casa de una costurera que siempre olía raro y tenía un perro antipatiquísimo.  Alguna vez –varias- nos carrereó un loco de esos pobres desgraciados negros de mugre y que, a pesar del terror de la carrera, me daban muchas ganas de llorar.  Frente a la casa había una funeraria, y la gente se sentaba en un zaguán oscuro y tétrico. Quién sabe si es por eso que hasta el sol de hoy les saco el cuerpo a los velorios.

A los zaguanes no.  El mundo de los zaguanes es un caleidoscopio de mosaicos y baldosas opacado por un polvo antiquísimo, pero lleno de historias, saludos, besos furtivos, portazos, despedidas de borrachos o de enamorados, de pedigüeños y Testigos de Jehová.

Sin embargo, el zaguán de mis abuelos era impecable y luminoso, porque la puerta de la casa tenía cristales por donde se filtraba desde adentro la luz del patio central.  También tenía la puerta independiente que daba al bufete de mi abuelo Enio, el no sé qué tan injustamente temido “escritorio”, quizá por las taras negras, gigantes y espantosas que guardaban celosamente el laberinto de sus libros.

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La puerta principal, la de los cristales, tenía una ventanilla apropiada para mi edad y la época en lugar de un ojo mágico, más acorde con estos días aciagos de inseguridad y paranoia.  Los viejos, tranquilos y felices, delegaban a la chorrera de nietos pequeños la divertida tarea de asomarnos a ver quién timbraba.  Recuerdo haber visto por la ventanilla que enmarcaba mis ojos inmensos a un señor alto, muy moreno, bien vestido y ciego, cuyo saludo al preguntar por mis abuelos era siempre el mismo y con el mismo seseo: “De parte del ‘zieguito’…”.

También le abría la ventanilla a un tal doctor Cassani, que nunca supe si era médico, abogado o alguno de los copeyanos compañeros de partido de mi abuelo, y a quien le tenía secreta rabia porque mi prima María Elisa, diez años mayor que yo, me chalequeaba diciendo que me casaría con él en todas las canciones infantiles que me cantaba, sobre todo en la de Pinocho, que comenzaba con el viejo hospital de los muñecos donde llegaba el pobre Cassani malherido.  El “la que llegue de última se casa con Cassani” aún no se lo perdono, pero ella sabe que la amo demasiado a pesar de eso.

Pero mis favoritas de la ventanilla eran las Carmelitas Descalzas, la Madre María Josefina y la Hermana Alfonsina, una combinación agridulce en hábito marrón, blanco y negro, íntimas amigas de mi abuelo, quien fue su protector y confidente por muchos años.  Se sentaban en otro de los juegos de recibo de bambú de la entrada, distinto al del doctor Cassani, y sostenían largas y amenas chácharas con quien anduviera por ahí.  No sé si la Madre María Josefina era más dulce ahí sentada o, muchos años más tarde, cuando sus manos arrugadas y amorosas sostenían las mías adolescentes o de recién casada con las de quien entonces era mi esposo, a través de la reja del claustro.  Nos contaba sin tapujos sus memorias de chica osada y parrandera caraqueña de foulard al cuello y pelo suelto antes de recibir “el llamado”.  Joshua Andrew no entendía nada; solo le sonreía embelesado por la dulzura detrás de sus anteojos enormes.  Yo la entendía, y eso era más que suficiente para ella.

La Casa Madre en el centro de la ciudad mantenía su κόσμος, su orden y su estructura en medio de los cinco patios, los mangos, los mamones, los pastores alemanes que siempre se llamaban Káiser, las clases de inglés y los muffins de Teresa, el loro Loretto que se había quedado viudo, la presencia bonachona de mi padrino Juancho Alvarado, las comidas en el comedor regular con el Sagrado Corazón encima del enfriador de agua, o en “el ciempiés”, mesa de mil puestos junto al picó y rodeada de figuras de porcelana blancas y azul pálido.

En una época, el χάος intentó envolver a Ismaela, la boa, que a su vez envolvía el cuello de la Pelusa quien, créanlo o no, fue la primera Chica Polar –hay evidencia fotográfica.  De resto, era un orden genuino y una armonía auténtica, donde los pasos de baile en las fiestas se mezclaban con los juegos de los casi treinta nietos que pudimos disfrutar ese espacio.

Extraño tanto a mi abuelo Enio y al Ato; extraño a Bufón, el poodle gris de la Mini, y las licencias abuelísticamente otorgadas que incluían castigos levantados hasta por teléfono y poder ver las prohibidas novelas con las tías.  Extraño a mi abuela Alicia bañándose en la lluvia con nosotros ante los ojos aterrados de nuestras emperifolladas madres; el olor del alimento de Céfiro, el caballo de mi abuelo, que guardaban en el garaje para llevárselo a diario al Club Hípico Las Trinitarias, viaje siempre ansiado en el enorme y perfecto Ciudadano.  Serían páginas y páginas de memorias.

El Ciudadano partió luego de mi abuelo, pero quedó engarzado en mis recuerdos. El κόσμος era tan perfecto como el cuero eterno y pulcro con el que nos pedían que lo secáramos del rocío mañanero. Nunca más veré un cuero igual.

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