De los medios que justifican el fin

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Quizá aparente e ingenua impresión, la vieja política también la explicamos por cierta devoción y celo hacia la autoridad moral que tendía a cultivarse. La nueva, labrada en un compromiso que es pacto efímero, en constante mudanza, está tupida por el burdo utilitarismo del actor principal, legitimado solo por los secundarios que desesperan por la menor oportunidad que la escena ofrece.

El sector que reclama y proclama una adhesión apasionada por el marxismo guevarista –más que castrista– tildado generosamente de chavismo, con la soporífera condición cuartelaria de la etapa final del rentismo, en la vieja versión se afincaba en una prédica y un testimonio moral hasta donde le fuese posible, esgrimiéndola hasta el cansancio; y, hoy, a merced de sus herederos, prescinde de cualesquiera principios y valores que lo autoricen para gobernar, excepto se digan tales los insólitos afanes de prolongarse en el poder. Los sacrificios y las penurias quedan para el resto de los mortales, realizando el voluntarismo que acunó en las viejas experiencias foquistas, mientras la dirección del Estado, monopolizada sin pudores ni rubores, dice legitimar el más sórdido oportunismo de propios e increíblemente extraños.

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Por ejemplo, décadas atrás fue constante, real y, a veces, exagerada hasta prefabricar los mitos de rigor, la denuncia en torno a la persecución y prisión por razones de consciencia, añadidas las torturas, poblando los noticieros radiales e impresos para la satanización de adversarios y enemigos. Ahora, los victimarios incurren en los peores dislates, negando las atrocidades, castigando a los medios que osen publicarlos, inventando delitos donde no los hay, por aquello del fin –por cierto, enfermizamente impreciso, interesadamente etéreo– justificador de los medios, además, incorrectamente atribuida la sentencia a Maquiavelo.

Otro ejemplo, recordando remotos Diarios de Debates del extinto Congreso de la República, Domingo Alberto Rangel se ufanaba con razón del acucioso seguimiento de los regulares informes estadísticos del BCV o del ministerio de Minas e Hidrocarburos, diagnosticando –antaño- una realidad reclamada por su escuela ideológica. Ni siquiera –hogaño- porque lo ordenan la Constitución y las leyes para el más modesto cálculo del presupuesto público nacional, conocemos las cifras oficiales de inflación que, sentidamente, vivimos, ni otras en el renglón de la salud, seguridad personal o vialidad, alterada y hasta prohibida la divulgación de aquellas que emanan de las inspectorías del Trabajo, registros y notarías. En una interesantísima obra de reciente –aunque tardía– lectura, Héctor Valecillos Toro denuncia hacia 2007 las contradicciones y trampas estadísticas, inconsistencias e incongruencias de los indicadores, que nos permiten reiterar la que modestamente hemos hecho, en la Asamblea Nacional, en torno al falseamiento de las realidades que ha tenido por epicentro –o uno de ellos– al INE.

Estos días suscitan una profunda reflexión y nos convencen del cada vez más necesario compromiso trascendente, aun no siendo creyentes, obliga a revisar los supuestos para el planteamiento, la acción, e, incluso, la emoción políticas, ya que, llámese vieja o nueva, moderna o postmoderna, sólida o liquida, su más urgente reivindicación –al borde de perderla en este siglo– comienza por la autoridad moral, la que ha de acreditar, generar confianza y garantizar una transición democrática que, aún sin pretenderlo, fuerza a la refundación ética de la República. Camus y Maritain por delante, son los medios los que justifican el fin.

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