Desde mi ventana: Un paisaje, dos maestros, dos guitarras

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Escucho una grabación de Alirio Díaz y  me lo imagino -por los caminos del cielo- tocando a dúo con su fraterno Rodrigo Riera. Los dos han sido para mí afectos inseparables. Hablar de uno es también hablar del otro.  Y así quiero referirme a ellos.

Ambos nacieron en 1923.  Alirio en La Candelaria, Rodrigo en Carora. Ambos tienen un origen humilde. Ambos ejercieron diversos oficios para mantenerse,  antes de dedicarse a la guitarra como profesión de vida. Ambos dejaron la provincia el mismo año para ingresar a la Escuela Nacional de Música “José Antonio Lamas”. Ambos fueron formados por los músicos más destacados de la época:  Juan Bautista Plaza, Raúl Borges, Vicente Emilio Sojo, Pedro Ramos y Primo Moschini. Ambos fueron discípulos del Maestro Andrés Segovia en la Academia Chigiana, en Siena, Italia. Ambos fueron concertistas, compositores, arreglistas, transcriptores de música para guitarra y pedagogos musicales. Ambos dejaron un legado de obras para guitarra que hoy son obligatorias en los pensa académicos de dicho instrumento y ampliaron su legado con dos hijos músicos que han seguido acertadamente sus pasos:  Senio Alirio Díaz y Rubén Riera.  Ambos padecieron de artritis, algo insólito para un ejecutante de guitarra y ambos la vencieron a punta del riguroso entrenamiento musical, más efectivo que cualquier fisioterapia.  Ambos se mantuvieron siempre apegados a su terruño, retornando una y otra vez a sus raíces y parajes.  Ambos se hicieron universales y reconocidos  en sus giras artísticas, alternando con afamados músicos y haciendo amistad con destacados personajes del mundo artístico. De ambos nos quedan sus estudios y partituras para la formación de las nuevas generaciones de guitarristas.  Y de ambos, tenemos una discografía exquisita que nos permite recordarlos en presente,  escuchando sus cuerdas en tañidos que salen de los dedos, de la mano, del cuerpo y del corazón, como lo expresó Alirio en un concierto.

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Son muchas las similitudes y también las diferencias, porque cada uno desarrolló una personalidad, una obra y un estilo muy particular. Alirio era comedido, parco, prudente. Rodrigo era extrovertido, amiguero, pícaro. Una vez los invité a presentarse juntos en Maracaibo, los preparativos fueron tan intensos como la dinámica del ensayo y la presentación. Lo mejor transcurrió entre bastidores: Alirio calentaba disciplinada y parsimoniosamente con arpegios del repertorio y Rodrigo, hacía lo mismo, pero entre chistes y bromas que sonrojaban sin piedad a su compañero.

Viví con Alirio un incidente muy cómico. Nos encontramos para cenar en el restaurante giratorio de un conocido hotel marabino. Alirio llegó acompañado de su guitarra y la colocó con suma delicadeza a su lado. Nos dieron una mesa desde donde podíamos disfrutar a plenitud de la vista del lago.  Conversábamos animadamente cuando, de repente, el maestro se puso pálido y nervioso. ¿Se siente mal? Fue lo único que atiné a decir. Entrecortadamente me respondió: Mi guitarra, mi guitarra, ¿dónde está mi guitarra?, mientras miraba por debajo de la mesa y a nuestro alrededor. ¡Se perdió mi guitarra!, exclamó asustadísimo y yo -contagiada de su desesperación- llamé a un mesonero para que nos ayudara a encontrarla. Pues resulta que Alirio al acomodar el instrumento a su lado no se percató de que el restaurante daba vueltas en torno a un anillo fijo. La guitarra se quedó sobre el anillo y nuestra mesa hacía rato que había avanzado hasta el extremo opuesto del comedor. El mesonero se dirigió hacia allí y regresó sonriendo con la susodicha.  Alirio respiró aliviado, se secó el sudor y me confesó que no se separaba de ella ni por un segundo, que incluso cuando viajaba en avión pagaba un asiento extra donde colocaba y aseguraba con extremo cuidado a su amada viviente.

Con El «Chueco» Riera compartí frecuentes e inolvidables tenidas musicales.  Su proverbial bohemia supo congregar público, amigos y conocidos. Con la misma pasión con que ejecutaba la música clásica se entregaba a la música popular, especialmente a los tangos y boleros.  Convenció al maestro Jesús Soto para grabar un disco antológico (Lara-Soto-Riera), donde estos dos grandes se unieron para tocar e interpretar las canciones de Agustín Lara.  Rodrigo vivió sus últimos años en Barquisimeto, allí ejerció la Dirección de Cultura de la Universidad Centro Occidental “Lisandro Alvarado” y promovió cursos, talleres y festivales de guitarra, como semilleros de futuros y talentosos ejecutantes.

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Siempre me he preguntado por qué la tierra larense, ardiente y reseca, estancia predilecta de un sol reverberante y de un calor que espina como los tunales, gestó y continúa gestando buena  música y mejores músicos. ¿Será porque el silencio sin sombra sabe hacerse madera y cuerdas en el alma? ¿Será que la ausencia de agua sabe hacerse manantial de acordes en cantantes y ejecutantes? Es el caso de estos dos queridos maestros, de estas dos recordadas guitarras.

Hace ya tiempo escribí un pequeño libro titulado Los yabos ardidos. Los yabos son unos  arbustos que despliegan sus bríos en las áridas tierras larenses. Es sorprendente como, en medio de esa inmensa sed,  estallan en gloriosas flores amarillas. Los podemos saludar en la carretera que va de Barquisimeto a Carora. Los yabos ardidos tienen como epígrafe una frase que oí a papá en muchas oportunidades: De las piedras más duras nacen los manantiales. Hoy recojo algunos de sus versos para homenajear a quienes, como los yabos,  convierten el paisaje reseco en esplendores de música y poesía.

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