Dedico a Carmen Elvira de Ramírez, campeona de la fe.
Hoy es domingo de triunfo, Domingo de Resurrección. Cristo regresa de la muerte para dar testimonio de vida eterna, no para reincorporarse a los ciclos de sufrimiento terrenal sino para dar ejemplo de cómo todos podemos ser espíritu que trasciende a la muerte.
El demostró con su resurrección que el cumplir sus mandatos es el camino a la vida eterna. Sobre esta ruta para acceder al Padre han existido muchas controversias fundamentadas en la razón, un ejemplo magnífico es el de John Eckhart, quien luego de exprimir su inteligencia concluyó en que Dios no existía y sumido en la desolación exclamó: Dios no existe, ayúdame Dios Mío.
Meister Eckhart fue uno de los místicos más influyentes del Medioevo y paradójicamente sus tesis sobre la esencia de Dios le valieron la excomunión de la iglesia católica, ya que planteaba, dentro de sus frondosas y diversas argumentaciones, que para recibir a Dios necesitábamos vaciar nuestro ser de apegos humanos, algo en verdad muy similar a lo planteado por los místicos orientales del budismo quienes practican la vacuidad del ser como vía para llegar al nirvana, cuando los exegetas oficiales sostenían tesis distintas basadas en la unidad cuerpo y alma.
Fue así este sacerdote del siglo XIV un hombre atormentado por las dudas nacidas del uso de la razón aunque como místico estableciera a nivel sensorial una comunicación con Dios.
Para despejar todas esas dudas incubadas por el intelecto, debemos poner nuestro corazón como campo virgen y arado, sobre el cual puedan germinar las semillas de nuestra fe.
Por ello si queremos vencer limitaciones nacidas de dudas sobre los dogmas de fe, solamente tenemos que acudir a ese Jesús que todos llevamos en nuestros corazones, a ese Jesús sencillo que predicaba desde colinas al descubierto y a la orilla de los ríos entre pescadores. A ese Jesús que nos invitó a comunicarnos con el “Padre” de manera humilde y sencilla dejando de lado la soberbia de las ideas doctas y los ceremoniales complicados.
Basta rezar, simplemente rezar poniendo todos nuestros sentidos en la comunicación que intentamos con el poder supremo que rige el cosmos, basta orar dejando de lado los inconvenientes de la rutina, los ruidos ambientales, y los desarreglos del mundo. Si rezamos colocando nuestro ser en el propósito de estar con Dios, el amor de Dios nos llevará a la paz, a esa paz verdadera donde no hay consuelo porque no hay dolor, donde no hay culpa porque no hay pecado, donde no existen deudas porque no hay ambición.
El amor verdadero, la paz verdadera es la calma interna que nos permite movernos en el mundo sin sacrificar en el altar de las ambiciones nuestras esencias espirituales. Esa virtud la tienen los humildes, los santos. Recemos entonces para que Dios nos de humildad entre tanto grito de soberbia que nos rodea.
Jorge Euclides Ramírez