#EspecialCultura: La narración de Juan Páez Ávila

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Supe de Juan Páez Ávila, la primera vez, por interpuestos sentimientos de cariño, admiración, afecto.

La referencia, subjetiva por tanto, venía de los labios fervorosos de dos periodistas avezados, a quienes, en mis incipientes lidias en el oficio, me acercaba en la mansa postura del alumno improvisado, el que surge, sin más, en los entreveros del camino. La del iniciado dispuesto a entregarse al acopio de todas las erudiciones y misterios, en las vasijas de sus tempranos asombros.

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Víctor Julio Ávila, Vijú, hablaba de él con un orgullo reverencial. Los dos habían sido hijos incógnitos de La Otra Banda, que así convinieron en nombrar desde tiempo inmemorial los caroreños toda extensión que estuviese más allá del puente Bolívar, y del río Morere. De entre esos terrones y matorrales exhaustos, salieron algún día, no importa cuál, uno desde El Majagual y el otro desde San Antonio, alumbrados, acaso, por las lunas de sus sueños y el despertar de sus vocaciones. Eso, conforme se percibía en la entrañable expresión de Vijú, sellaba un sacramental lazo telúrico, cómplice, entre ambos.

Había que escuchar, además, a José Numa Rojas, el tono confesional que le imprimía a la mención del coterráneo cuyo nombre ya principiaban a adornar los lauros, en Caracas. Juan Páez, decía, con la boca llena de unción, en un deslumbrado homenaje de intimidad. Era, imaginaba yo, la anunciación del bautista que en las playas de la sequedad había sentido el llamado de las letras, y los apremios de la justicia, del periodismo y la política, justo tras la prisión del escritor sagrado, Rómulo Gallegos, una vez perpetrado el cuartelazo del 24 de noviembre de 1948.

Apenas nueve años después, en 1957, bajo la opresión de Marcos Pérez Jiménez, probaría, también él, las hieles que suele prodigar la lucha contra el despotismo. Tenía 23 años cuando, sin mácula en su haber, sin sombra capaz de opacar las luces del camino andado a partir del aviento providencial del terruño, fue a parar, él mismo, con sus huesos, en la cárcel de Ciudad Bolívar, donde tendría por compañero de celda a Ramón J. Velásquez, ¡cuánta honra ésa!

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Juan Bautista Páez Ávila era, pues, más que periodista, un testimonio en embrión. Era la señal. Su novela-reportaje La Otra Banda trazaría, en 1979, sabiéndolo, igual que no, la línea argumental de toda su intensa obra literaria, que se extiende hasta el día de hoy. La frontal denuncia de la arbitrariedad, de la barbarie. El combate, sin pretexto, a la dictadura de todos los signos, y en todos sus ropajes, rutinas y ultrajes. La exposición de los tumores y excrecencias de la democracia. La exaltación emocionada de los valores de la civilidad. Sus cuentos, novelas y biografías, la ficción y el retrato social, la novela real, al igual que su pasantía por el parlamento, acabarían revelando la impronta tatuada en su alma, desde cuando tuvo uso de razón, por el genio de otro adelantado, a quien no conocería en persona, sin que por ello dejara de acudir a su cátedra. Había asistido, de una vez y por siempre, a las ceremonias del fuego panfletario y epistolar de su maestro y mecenas espiritual, cristiano y socialista, Don Cecilio Zubillaga Perera.

Leí, no de un tirón, como detesto afirmar, sino, más bien, en un sorbo lento, en un degustar placentero, las mieles y tesituras de esa novela. Así conocí también, a Juan Páez Ávila, según los andares de su escritura. La fábula y el reportaje, en la impenetrable fusión en que el autor pareciera azorarnos, ¿o quizá padece también él?, al plantear los hechos, y descubrir a sus protagonistas, de manera tal que resulta en absoluto imposible adivinar dónde terminan las costuras de la verdad y en qué punto y turno comienzan los pliegues del mito revestido de la certidumbre que sólo da la palabra. De embrollo semejante, por cierto, habría de ocuparse años más tarde Mario Vargas Llosa en su obra La verdad de las mentiras. Allí nos explica que la ficción nació con el encargo de aplacar tramposamente el apetito del hombre, jamás contento con su suerte. Y asienta: “Ellas”, las novelas, “se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener”.

En ese diabólico juego de verdad y mentira que el género novelesco, gracias a Dios, hace lícito y hasta celebra, las páginas de La Otra Banda las escriben, en auspiciosa comandita, el diestro fabulador que, según diría el padre Pedro Pablo Barnola, “sabe contar”, y el periodista, y formador de una generación de periodistas, habituado a predicar y ejercitar el estricto rigor con el que se deben honrar los hechos. Y si Gallegos había insuflado en Páez Ávila los primigenios atisbos de su pasión política, con su prisión, tanto que hasta allá seguiría sus augustos pasos, asimismo la novela Doña Bárbara, de 1929, lo incitaría a ocuparse de un tema que encontraba las más diversas formas de expresarse en la Venezuela rural de Gómez, el muy taimado que se dejó creer analfabeta para pisarnos 27 años.

La civilización frente a la barbarie, argumento eterno mientras el ser humano se obstine en vaciarse de humanidad, en los altares de sus nuevos tótems. Imágenes sórdidas de traición, éxodo, abigeato, anarquía. El abuso notificado al más débil con la mano puesta en la cacha del revólver. El espejismo de la reforma agraria. Cercas de alambre picadas con machete, que migran y avanzan, como los bosques en Macbeth, y ensanchan predios, y engullen ganados ajenos, atentas a los dictados de la codicia de todas las eras. Épocas en que, como allí se anota, resulta inconcebible un matrimonio entre el latifundista y la humilde campesina. El juez venal, y la autoridad, civil o militar, en su pose proverbial: ciega, indolente, infecta, de manos alargadas eso sí, presta a asentir la traición, el crimen, la corruptela. ¿Es, eso, cosa del pasado, acaso?

Y ese mural lo representa al estilo de los grandes maestros, aquel muchacho, hoy de rozagantes 82 años, que en alguna ocasión confesó vivir de la ficción, sólo para crear a partir de ella una nueva realidad. Su estilo, depurado, levanta, frente a los ojos expectantes del lector, jirones de atmósferas que lo envuelven y llevan de la mano por pasadizos cuyo aliento fantasioso jamás deja de pisar tierra. No hacen esfuerzo alguno por levantar el vuelo de lo artificial. Hay, en la narración de Páez Ávila un sentido sereno, y de continuo sensual, de explicar la irracionalidad. Lo insólito se vuelve creíble en su relato, porque lo construye a partir de un lenguaje natural, con personajes listos para pasar a la posteridad sin despojarse de sus hábitos. Quizá uno de los sellos distintivos de un buen novelista sea su capacidad para crear personajes que se tornen parte de nuestra realidad. Y allí está Isa para corroborarlo. Isa está allí, de pie, en todas las luchas que se libran ahora mismo por rescatar una libertad extraviada. Y, además, todo ese universo de Carohana, en mi concepto menos Macondo que Comala. Hay algo más. Páez Ávila, escritor, novelista, periodista, jamás deja de ser el historiador consumado que es. Su obra no habría alcanzado la densidad, estructuralidad y definición que exhibe, sin esa propensión que tiene por escudriñar un pasado que en sus manos no se altera en página amarilla. Lector infatigable, escritor disciplinado, regresa la mirada, una vez y otra, con ojos siempre prestos a contrastar lo ya vivido con la posibilidad de asegurar un mañana mejor. Porque, en definitiva, su obra se parece íntegra a lo que él es, y esto, se sabe bien, no es algo que pueda decirse de todos los autores.

 

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