#Editorial: En mora con el país

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No se han equivocado los inquietantes pronósticos que a fines del año pasado fueron proyectados, de cara a 2017.

Y la principal traba, según coinciden los entendidos, reside en el plano político. Sin un cambio drástico, y urgente, en el estilo y el fondo de la atención a los asuntos públicos, persistirá, y lo más probable es que se agudice, la ya explosiva situación social. Sin duda, además, se harán más difíciles de sortear los nudos que entorpecen la actividad económica. La inflación llegaría a extremos intolerables. El factor confianza no florecerá, no habrá quién invierta en un entorno tan inestable, tan incierto, y, en consecuencia, la generación de empleo se mantendrá en los precarios planos de la informalidad y el canibalismo que ha implantado el fenómeno del bachaqueo: un pueblo sacándole las entrañas al propio pueblo, en la encarnizada batalla diaria por la sobrevivencia.

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La parálisis del aparato productivo, la severa crisis institucional, sin visos de solución; los escalofriantes niveles de inseguridad personal, así como los sordos escándalos de corrupción (sin contraloría ni responsables aparentes), la incapacidad de Pdvsa para cubrir hasta la cuota de producción petrolera asignada, el colapso financiero de las universidades, la caída del 10 % registrada el año pasado en el PIB y una estimación que frisa el 2.000 % en el costo de la vida para los meses que siguen, todo ese drama convoca a la nación entera, a todos los sectores, sin distingos ni tardanza, a buscar puntos de coincidencia, más allá de las disonancias partidistas, o ideológicas, y acordar un programa urgente de rescate del país.

Pero no hay debate sobre nada de estos tópicos en Venezuela. La diatriba política ha acabado por irritar a la sociedad. Ha recrudecido la diáspora de compatriotas, muchos de ellos jóvenes, en plena capacidad productiva. Sin duda, una sangría demasiado costosa, y, por lo demás, claramente reveladora de la escasa fe depositada en el liderazgo nacional, para sacar adelante esta nave averiada. El fracaso de un diálogo sin agenda entre el Gobierno y la oposición, pese a la mediación de la Iglesia católica, fue uno de los más demoledores golpes asestados a la fe pública.

Es un desatino que debe cargarse, con igual rigor, tanto al oficialismo como a los factores de la MUD. Está claro que el PSUV no se asume a sí mismo como un partido de Gobierno, con las delicadas responsabilidades históricas que ello implica. Su principal y quizá único objetivo es garantizar que no se dé la alternancia en el poder, de la cual habla la Constitución. Y también la alianza opositora ha fallado en forma ostensible. Sus huestes se han visto espantadas al olfatear el predominio de ambiciones personales, o grupales. A estas alturas, ni siquiera existe un enfoque lúcido, despejado de dudas, respecto al diálogo. Las posiciones de la MUD han sido desconocidas, desde dentro, con una desgastante frecuencia.

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Con comicios pendientes en los ámbitos estadal y municipal, en estos instantes, ya agotado el primer mes de 2017, se carece de un cronograma electoral. La indetenible violación a los derechos humanos, la oficialización del enrolamiento popular sobre la base de la necesidad (en una palabra: hambre), que impone el “Carnet de la Patria”, y el desconocimiento en que incurren las “sentencias” del TSJ respecto al papel del parlamento, esa mescolanza de agentes contaminantes del ejercicio democrático, demanda firmeza, tenacidad, sindéresis y sentido de grandeza.

Unos y otros, tanto los oficialistas como quienes representan la alternativa democrática, están obligados a ponerse a tono con esa realidad y sus impostergables demandas. Sólo así dejarían de estar en mora con el país.

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