Editorial: Nombramientos

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Una de las tareas claves para el éxito o fracaso de un gobernante es, sin duda, la selección de sus colaboradores. Es uno de sus principales actos de gobierno. Allí traza la primera señal del rumbo que desea imprimirle a su gestión. Es un rompecabezas que, según se arme, definirá el aliento del equipo, la interpretación del momento histórico, la posibilidad de generar confianza y encarar los desafíos planteados.

Un ejemplo de nuestra historia es el de Juan Vicente Gómez. Tenido por analfabeta, por hombre falto de luces, es innegable que demostró el tino, o la astucia, quizá, de rodearse de figuras que le daban lustre a su opresivo régimen. Un personaje tan inhábil desde el punto de vista intelectual, se dio el lujo de tener a su servicio a la élite civil ilustrada. Bajo su égida surgió la figura del Consejo de Ministros. A su gabinete atrajo a notables de la talla de un Laureano Vallenilla Lanz; de un José Gil Fortoul, autor de la Historia Constitucional de Venezuela; de un Pedro Manuel Arcaya, abogado y sociólogo imbuido en el positivismo europeo; de un César Zumeta, brillante periodista y escritor; de un Román Cárdenas, a quien versados economistas consideran el fundador de la hacienda pública moderna en Venezuela.

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Pasearnos por lo que ocurrió después es un análisis que no cabe en estas líneas. Con el general Eleazar López Contreras, recordado, entre otras cosas, por haber pedido que se reformara la Constitución para recortar a cinco años su período presidencial, se perciben intentos de mantener esa incipiente propensión a gobernar con los más idóneos. Esteban Gil Borges, Arturo Uslar Pietri, Enrique Tejera, estarían en su elenco de ministros. De ahí en adelante, con honrosas excepciones, la confección de los equipos de gobierno perdió no sólo majestad, sino sentido de trascendencia. Es dable afirmar, sin gran riesgo de faltar a la verdad, que una de las causas por las cuales un hombre tan probadamente honrado, como Luis Herrera Campins, pasó a la posteridad con tanta reprobación y escándalo, fueron los hechos de corrupción que gente cercana a él protagonizó, sin atreverse a removerlos. En el caso de Jaime Lusinchi, quien personifica una verdadera melancolía histórica, ni se diga. Fueron hombres buenos, mal rodeados, y peor aconsejados, tragados por la disipación de su entorno.

Así caemos en lo que acontece ahora. En parte por la petulancia de quien llega a creer que junto con el paquete del poder recibe talento, sabiduría; en parte, por una descentralización mal entendida; en parte, además, porque no se escogen colaboradores sino lealtades, asistimos a la espantosa designación, como ministro del Interior, del general Nés- tor Reverol, señalado desde hace tiempo por hechos graves que, de ser ciertos, configuran un prontuario que lo inhabilita moralmente. A eso se suma una acusación formal de un tribunal federal de Nueva York, bajo la presunción de “haber recibido pagos de narcotraficantes para ayudarlos a sacar cocaína que llevarían a los Estados Unidos”. Por un mínimo de respeto hacia la nación, conjetura tan gruesa debe ser aclarada. Se trata de quien estuvo al frente de la Oficina Nacional Antidrogas (ONA). ¿No se hacen cómplices, de hecho, quienes, desde Miraflores, lo declaran intocable al apresurarse a cubrirlo con semejante manto de impunidad?

En Barquisimeto, aunque se trata de un caso de otro tenor, no queremos dejar de señalar como un exabrupto del alcalde, Alfredo Ramos, no sólo su terca defensa a que el Cono de Seguridad del aeropuerto se colme de ranchos que él llama “viviendas dignas”, sino también que, justo cuando el municipio se queda sin un PDUL actualizado, y proyecta una generalizada anarquía, que llegó a reconocer, le entregue la tarea de asumir la planificación urbana, no a un arquitecto, a un experto planificador, sino a un ingeniero civil que, más allá de su capacidad, no deja de ser un recién graduado, de 26 años de edad.

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Es la primera vez que, al menos en 40 años, ocurre esto. “No puede ser un novato”, exclamó, a propósito del argumento de “inyectar sangre nueva”, el reconocido arquitecto Ángel García. “Es una barbaridad”, exclamó otra voz gremial autorizada. Lo más probable es que ese novel ingeniero no entienda lo que es la ciudad. ¿Sabrá interpretar los colores e intensidades de un plano?, quiso saber otro. “A un ingeniero civil no le enseñan eso”. Ni siquiera el consejo consultivo nombrado por el propio alcalde fue escuchado.

Vivimos tiempos de intemperancia que no se reducen a un color político. Una versión actual es la insolencia de pretender presidir Mercosur por las malas, sólo porque se tiene poder, o la potestad para hacerlo. Los demócratas deben apartarse de esos gestos primitivos y autoritarios que tanto se reprochan desde este lado.

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