Crónicas de Facundo: Pánico al porvenir por Asdrúbal Aguiar

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En la historia venezolana nada es más cierto que el uso de la legislación anticorrupción para la persecusión de los adversarios políticos; para borrarlos del afecto en el imaginario popular e impedirles su vuelta al poder. No hay persecusión de «corruptos», entre nosotros, hecha con transparencia, ajena a los móviles subalternos, o extraña al ajuste de cuentas.

El oficio de los denunciantes de oficio, por lo general, tiene como explicación última el militantismo, la estrategia para desmontar a quienes les resulta imposible sacar fuera del juego político mediante el debate a profundidad, con base en las ideas, en la confrontación abierta de las cosmovisiones y promesas.

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Aún así, cabe admitir que tal lucha, en la experiencia conocida, ocurre al principio de los mandatos y por quienes llegan al poder con el sano propósito – real o simulado – de instalar una ética de la cosa pública. Ese es el caso de quienes, durante la Revolución de Octubre, instalan los Tribunales de Responsabilidad Civil y Administrativa. El mismo Congreso gomecista, sabedor de los hechos de corrupción ocurridos durante el régimen del Benemérito al que sirven, es, paradójicamente, el que dispone los actos de confiscación de bienes de los funcionarios de éste comprometidos, a la muerte del dictador, y también de sus familiares.

Incluso así, la iniciativa degenera. Algunos de los actores de 1945 asumen tal empresa «moralizadora» para enterrar toda aspiración política por quienes, incluso siendo honestos, hubiesen militado al lado de la causa dictatorial y su prolongación durante los gobiernos de López Contreras y Medina Angarita. Se le levantan expedientes a tirios y troyanos, se involucran hasta las esposas de los jerarcas,  por cuanto el objeto es, antes bien, borrarlos como estamento social y político de la faz de Venezuela. La familia de José Vicente Rangel es una de las víctimas.

Concluida la dictadura de Marcos Pérez Jiménez ocurre otro tanto, pero sin que los actores de la República civil nacida en 1958, por mirarse en el espejo de lo ocurrido antes, buscasen arrasar como un todo con quienes adhirieron de buena fe y libres de pecado a la protección del gobernante. Los expedientes que abre la naciente Comisión Investigadora de Enriquecimiento Ilícito tienen como destinatarios a funcionarios públicos concretos, clara o presuntamente responsables de atentados contra el patrimonio nacional.

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Cabe decir, no obstante, que en plena democracia, entre 1959 y 1999, no son pocos los ministros y altos empleados actuantes quienes sufren detenciones y cárceles señalados por hechos de corrupción, y hasta son investigados o depuestos presidentes de la República, ocurriendo un fenómeno de autocontrol. Aún así, hay espacio para las desviaciones, como cuando se enmienda la Constitución de 1961 para impedir – sobre hechos ya pasados – el acceso al poder de quienes condenados por corrupción aspirasen regresar a la vida pública. La norma se instituye por cuanto el ex dictador Pérez Jiménez logra ser electo senador por el Distrito Federal y a quien, a la sazón, se le anula su mandato arguyéndose no haber votado éste en las elecciones que lo favorecen.

 

Hacia los años ’80 se aplica la ley que promueve el mismo presidente Luis Herrera Campíns – la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio Público – en un momento de deterioro grave en el debate político cuyas aguas o consecuencias llegan hasta el presente, y sus adversarios, por cosas del destino, se encargan de usarla en contra de los suyos para expulsarlos del juego democrático. Se usa una ley de la democracia para fines abiertamente antidemocráticos. Se degrada la lucha contra la corrupción administrativa, convirtiéndola en teatro de utilería.

Hoy ocurre lo paradójico. El régimen profundamente inmoral y corrupto instalado en el país, coludido con la industria criminal del narcotráfico, que hasta enajena nuestro territorio y su soberanía y vacía la botija petrolera para regarla a la izquierda internacional, llega al poder anunciando truenos y centellas contra la corrupción política. Pero nada hace al respecto. En 14 años no hay un expediente ni una sola sanción ejemplarizante. Y a su término, no al principio, habla de corrupción para perseguir a la disidencia, no a los propios. !Los nuestros son corruptos, dicen, pero son nuestros!

En la hora de la transición, intuyendo lo que se les viene encima por una ley de la fatalidad y próxima la hora de que expliquen ante el país su gestión hecha «contenedores de comida podrida», los chavistas, a diferencia de sus predecesores, no cuestionan el pasado. Pelean y cuestionan el porvenir.

!Al ladrón, al ladrón, gritan los Maduros y los Cabellos, apuntando a los imberbes políticos opositores, a quienes les tienen un verdadero pánico!

Esas tenemos.

 

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