La hora de Capriles

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Alguna revista de información científica reciente cuenta que llegan a manos de la gente más teléfonos digitales que el número de habitantes de la Tierra. Cada hombre o mujer de nuestro tiempo, desde el oriente hasta el occidente, se hace primero de estos

prodigiosos medios de comunicación e información interpersonal que de la bolsa de harina que le alimenta los huesos.

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El significado de este suceso es superlativo y determinante. No implica – como a primera vista aparenta – que la persona del siglo corriente privilegie la materialidad técnica o el consumismo globalizador por sobre lo esencial, en otras palabras, que opte por pasar hambre o apartar necesidades espirituales a costa de la moda. Todo lo contrario.

Hasta ayer yo era un crítico por creer que la revolución tecnotrónica nos hace perder el amor a lo presencial y apaga el diálogo directo entre los individuos, a cambio de la entropía, del culto egoísta a los fetiches digitalizados; mas esta vez descubro que el valor de la comunicación instantánea sin fronteras ni alcabalas territoriales o confesionales que la impidan, nos devuelve a todos, sin discriminación, identidad moral y la personalidad perdidas. Logramos manejar nuestros proyectos de vida, sin delegación.

Hasta concluido el siglo XX los pueblos y sus integrantes medran sedentarios, son audiencia cautiva del espectáculo estatal, presos de la cárcel de ciudadanía que son el mismo Estado y la noción de Patria que este les impone. Pero aquellos rescatan, en esta hora de quiebre en la civilización, el valor permanente de la “patria de campanario”, de la plaza y sus visitantes a los que le canta Miguel de Unamuno, en suma, tocan y manejan las ideas libremente sin el temor a los ojos de las chaperonas y sin inhibir el vuelo de los sueños.

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No obstante, cabe admitir que el concepto de la Nación disuelve a partir de la modernidad nuestros nichos medievales, afirmados en las diferencias familiares, sociales, culturales, económicas y profesionales, tanto como el Estado que le acompaña nos sustrae del confesionalismo religioso y el ocultismo, para revelarnos la verdad laica y la importancia de la experiencia humana vital.

Pero el Estado Nación hoy llega a su fin. Es víctima de la anacyclosis, de su nacimiento, desarrollo y degeneración. Es un andamiaje burocrático y esclerótico, secuestrado por los mesianismos y recreador de nuevos fanatismos, más peligrosos por ser profanos y agónicos. Aquel y sus ventrílocuos intentan sostener el secuestro del alma humana y la propia Humanidad, creyéndose únicos y capaces de mostrar – a través de los sacerdotes de su templo, los gobernantes del momento y los jefes de sus partidos – el camino bueno a desentrañar y sus misterios insondables, y de conservar el control de aquellos otros que ofrecen peligros para los “hijos de la polis”.

Si pensamos en el caso de Venezuela, desde nuestros primeros días, desde la caída de la Primera República hasta la actualidad, domina el credo bolivariano sobre el gendarme necesario: ese padre bueno y fuerte que a todos nos orienta por considerarnos incapaces de valernos por nosotros mismos y quien, con criterio, mejor entiende la libertad de que hemos de gozar frente al extranjero, y sobre la libertad acotada que se nos puede otorgar en lo doméstico. En fin, nunca seremos libres sin la asistencia del dios terrenal que encarna en los profetas de la política oficial.

El caso es que tal historia ha concluido. Sus manifestaciones y actores son un parque jurásico. Nuestro Juan Bimba, con su teléfono de última generación a cuestas y su acceso a los mensajes instantáneos, breves y concisos, útiles para la resolución de sus asuntos cotidianos y extraños a la palabrería fútil y adornada, taumatúrgica, cada vez más se percata de su fuerza personal, apoyado en la técnica como obra del ingenio.

El prepotente dirigente de barrio o de partido o de municipio o el gobernante quien presume desentrañar las complejidades de nuestra contemporaneidad, es una pieza de museo.

La generación Black Berry vino para quedarse. Busca afanosa a pares capaces de trasmitir ideas prácticas en 140 caracteres. No tiene tiempo para sermones porque el tiempo de la sociedad de vértigo se desgrana a cada segundo y en cada minuto, y además perturban la cultura dominante de los celulares.

Esa generación tiene empatía con quienes hacen obras, sin detenerse en la dialéctica o el conflicto. Es realizadora . No quiere estadistas sino buenos conserjes, en el mejor sentido de la palabra. Abre camino como lo hace el joven Henrique Capriles, mientras su contendor y aspirante a la ex presidencia promete, reciclando su eterno programa electoral o Biblia del Comunismo, darnos Independencia Nacional, Patria Socialista, y armas para su defensa. Este es un cadáver insepulto.

Hace pocas horas no más, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU reconoce lo que ocurre: los derechos de libertad que rigen en el mundo todavía parcelado de lo material valen para lo virtual, en el Internet. Cuba y la Rusia de Putin muestran sus reservas.

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