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Editorial : Decisión tomada

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La imagen parecía irreal, la caótica y lacerante puesta en escena del teatro del absurdo.
Hería la vista, y revolvía el resto de los sentidos, hasta el vértigo. Un muchacho era trasladado en motocicleta luego de que un sargento de la Policía Aérea le disparara a quemarropa tres ráfagas de perdigones, contra el tórax, desde dentro de la base de La Carlota.
David Vallenilla, de 22 años, ahora va inerte, sobre el lomo de la moto. La frente en alto, como negándose a dar por caído, como si se aferrara a la idea de esperar a ver cuál sería, en medio de semejante desbarajuste, el destino final de su lucha, la suerte definitiva del país. Se desplaza, ajeno ya a todo, entre dos socorristas, petrificado, con los ojos en blanco.
El suceso quedó abundantemente documentado en gráficas. No hay forma de desvirtuarlo. Allí está retratado de cuerpo entero el asesino, en su manchado uniforme de matar, plenamente delatada la bestia en su excitada actitud transgresora, desalmada, alevosa. El sargento, con la protección de cascos y máscaras, aparece dentro de la instalación militar, mientras apunta directo a su presa. Nada lo amenaza. Una cerca de gruesos barrotes de hierro, alta, intacta, lo separa del muchacho, que camina, encorvado, unos metros más allá, por la parte exterior, observándolo, en solitario, indefenso, con las manos vacías encajadas sobre su pecho, sin siquiera un escudo de cartón, como Neomar Lander, sin posibilidades ni pretensión alguna de huir. Miraba de frente a su asesino, incrédulo, dominado quién sabe por el ardor de qué pensamiento, en el suspenso de ese frío instante postrero.
Corría la tarde del jueves 22 de junio, la víctima número 80, en 83 días de protestas. El escalofriante promedio de, casi, una baja por día. Cuesta creerlo, duele admitirlo. Y, más intolerable aún, resulta lo que ocurre a renglón seguido. Contra todas las evidencias y calamidades, en el idílico balneario de Cancún, México, la OEA, a esas mismas horas, fracasaba con estruendo al balbucear qué se debe hacer cuando en un Estado miembro persiste una tragedia social, una crisis humanitaria, decidido como está ese órgano hemisférico a tragarse su Carta Democrática Interamericana y negar la propia razón de su existencia. Pese a la hidalguía del secretario general, Luis Almagro, ese club de gobiernos, esa sociedad de inconfesables intereses, se ha venido tan a menos, es tan precario y cómplice su papel, que el Gobierno de Nicolás Maduro, tan emparentado a todo lo patético, tarda en abandonarlo, como suele amenazar.
En tanto, aquí, el padre del David que se enfrentó no a un legendario Goliat sino a esta suerte de descalabrado Herodes del siglo XXI, se vio urgido a sobreponerse a su dolor y aparecer ante las cámaras, sólo para aclarar que su hijo no era ningún malandro, como se lo llegó a tildar, en imperdonable gesto de absoluta inhumanidad.
El ministro del Interior, Néstor Reverol, volvió a mentir, como antes lo hizo con Juan Pablo Pernalete (20 años), a fines de abril; y tuvo el descaro de reincidir, pues a mediados de junio se anticipó a la autopsia, tras la muerte con el uso de arma de fuego de Nelson Arévalo (22), el «libertador» del Club Hípico Las Trinitarias, en Barquisimeto, zona residencial asaltada con insólito estrépito, una reciente madrugada, por 580 hombres, como si se tratara de una favela brasileña en poder del crimen organizado. El alto funcionario, quien no tuvo más remedio que aceptar que, en el caso de Vallenilla, el sargento de marras empleó «un arma no autorizada», suavizó el crimen al justificarlo con un alegato por demás peregrino, garante de impunidad: el militar «repelió un ataque», un «asedio recurrente». ¡Eso clama a los ojos de Dios! Si hasta el imperturbable Tarek William Saab, presunto defensor del pueblo, habló de «vil asesinato».
De manera que sin el auxilio efectivo de la comunidad internacional y, a lo interior, con instituciones fundamentales sometidas a prolongado secuestro (TSJ, CNE, FANB), la convocatoria, espuria, inconstitucional, a una Asamblea Nacional Constituyente sin voto directo y universal, podría agravar la situación en términos impredecibles. El Vaticano ha dicho que esto «hace peligrar el futuro democrático del país», pero lo cierto es que sobre ese peligro cabalgamos, dolorosamente, desde hace rato.
Cada día que pasa nos arrastra con todos sus tenebrosos presagios hacia los despeñaderos del 30 de julio, fecha fijada para la Constituyente de Maduro, apenas de él. Así finja no escuchar, el ruido y la indignación de la calle, enlutada, rabiosa e insomne, grita la inquebrantable decisión popular de no permitir un último zarpazo, que acabe por descalabrar los pocos vestigios de libertad, pública e individual, que aún quedan de pie en este suelo escarnecido.
Ya esa decisión está tomada.

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