Editorial: «La función debe continuar»

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La instalación, este sábado, de la junta directiva de la Asamblea Nacional, con vistas al periodo 2013-2014, sirvió para tomarle el pulso al curso que los «sucesores» del poder pretenden imprimirle a los acontecimientos, en esta encrucijada en que, tirios y troyanos, nos encontramos inmersos.

Lo primero que se pone de bulto en los desplantes mostrados en esta hora incierta por los desprevenidos protagonistas de la revolución, es la intención de valerse a como dé lugar de las lagunas que efectivamente acusa la Constitución, para burlarla, esta vez con saña de mayor monta.

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Interpretan, retuercen y falsifican el Texto Fundamental, con los mismos modales exhibidos por los corsarios en los trances de capturar y saquear las embarcaciones, en el siglo XIX. La semejanza, por cierto, no es del todo peregrina: se trata de interceptar, en medio de un oscuro piélago de aguas encrespadas, una nave sin mástil ni timón, y hacerse del botín que simbolizan los inesperados resortes de un Gobierno que, de repente, sufre el vértigo de la ausencia del caudillo hasta entonces omnipresente, absoluto.

Así, los herederos del «proceso», ajenos a la idea de brillar con luz propia durante largo tiempo, en estos instantes procuran ser más papistas que el Papa. Sin más conexión con el país que el eco que escupen sus desvencijadas arengas, y convencidos, además, de que de un solo golpe les han sido transferidas las credenciales del carisma, el olfato político y la audacia de su líder, cada uno, en el codicioso brillo de su perplejidad, en su ensanchada voracidad de ocasión, compite por aparecer como el más radical. Como el más intemperante. Y se produjo, en consecuencia, el asombroso milagro de que en sus aturdidas manos este amago de revolución se ha devaluado aun más, en semanas; se hunde en un estercolero de mediocridades desaforadas, en un peligroso desenfreno de provocaciones; en fin, en un resbaladizo aventurerismo de ilegitimidades que nadie sabe, ahora, a dónde acabará por conducirnos.

Este jueves 10 de enero concluye un periodo constitucional de seis años y arranca otro, semejante. Aunque el Presidente fue reelecto el 7 de octubre de 2012, el lapso que está a punto de expirar no puede ser alargado ni un día más. Tampoco el Vicepresidente, ni los ministros, pueden darse por ratificados en sus cargos. El artículo 231 de la Carta Magna plantea que si por alguna causa sobrevenida el Presidente no puede tomar posesión ese día ante la Asamblea Nacional, lo podrá hacer ante el Tribunal Supremo de Justicia.

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Lo establece como un requisito para asumir sus funciones en el periodo que se inaugura. De manera que no se trata de un mero formalismo, sino de una «solemnidad imprescindible», de conformidad con la jurisprudencia sentada por la Sala Constitucional de éste TSJ, en decisión tan reciente como la de mayo del año 2009, cuando, por motivos políticos, el entonces gobernador de Carabobo, Henrique Salas Feo, quiso jurar ante un juzgado contencioso administrativo y no en el seno del Consejo Legislativo de esa entidad.

El enfermo Presidente seguirá siendo Presidente mientras no se declare una ausencia absoluta. Pero, incluso por su bien, y en atención al diáfano mandato constitucional, lo saludable, lo prudente, lo lícito, es que el parlamento declare este 10 de enero la ausencia temporal del mandatario por un lapso de 90 días, prorrogables por un periodo similar, seis meses en total, que el paciente podrá dedicar en forma exclusiva a su recuperación. En tanto, el presidente de la Asamblea Nacional, que es camarada y vicepresidente del PSUV, valga acotar, se encarga de la jefatura de Estado, de encarar los complejos asuntos públicos pendientes, y podría, incluso, ratificar al mismo Vicepresidente actual.

¿No fue el propio Presidente quien, yendo más allá, asomó de una buena vez la eventualidad de una inhabilitación suya, la convocatoria a nuevas elecciones, con Nicolás Maduro como el escogido para darle continuidad a su obra?

El aparato del Estado no admite vacíos. Por encima de sus tragedias, el país no puede detenerse. Fue lo que, asimismo, exclamó el Presidente frente a otra circunstancia dura, la explosión en la refinería de Amuay, que dejó 41 muertos: «La función debe continuar».

 

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