Editorial: Una fecha crucial

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Todo indica que en los meses venideros el país entrará de lleno en una de las fases más riesgosas de esta ignominia, triste y desolada, que va para las dos décadas. Por un lado, al Gobierno se le nota agotado en cuanto a sus capacidades y voluntad política para sortear la grave crisis que la nación padece, hasta el punto de encontrarse urgida del socorro humanitario. Un Estado sin palabra válida ni moral, aferrado en toda su aparatosa incompetencia a atacar, no las causas, sino las secuelas de los problemas, con recetas viejas, históricamente fracasadas, aborda las contrariedades económicas y los crecientes signos de malestar colectivo, como si se tratara de males coyunturales, pasajeros, susceptibles de ser resueltos si tan solo suben los precios del petróleo y las arcas públicas vuelven a verse rebosantes.

Frente a tal cuadro hay una sociedad descreída, agitada, irascible, lesionada en su integridad, pero aún así, o probablemente debido a eso, más irreverente, más dispuesta a defender con endurecida resolución lo que aún queda en pie en materia de libertades y derechos conculcados. Contrario al libreto del poder, la inveterada arrogancia oficial, las amenazas recurrentes y las prohibiciones, surten, ahora, el efecto de amalgamar al pueblo, confundido en las calles en los vahos de una misma amargura.

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662 protestas populares, sólo en el mes de julio, lo prueban. Más de 4.000 en lo que va de año, con el hambre como principal causa. Se trata, en promedio, de 22 acciones callejeras, espontáneas, cada día, en todo el ámbito nacional, según los reportes del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social. La imagen de 127.000 personas cruzando desesperadas la frontera un fin de semana, en busca de comida y medicinas, habla de un espanto inocultable. De manera que la frustración global, esta miseria que se expande como deshonrosa mancha de aceite en el tejido social, ha desvanecido las diferencias de clases que el poder sembró todos estos años a punta de dogmas, delirios y despreciables cálculos de perpetuidad.

El revocatorio presidencial abrió un tácito compás de espera. Una gruesa capa de la población venezolana marcó ese episodio comicial como su propio “Día D”. Muchos hasta congelaron sus planes de irse al exterior, o sus deseos de retomar propósitos de vida indefinidamente suspendidos, dependiendo de si esa consulta se da, conforme al mandato, que no “opción”, del texto constitucional. La esperanza se concentra, agónicamente, en el referendo y en la posibilidad de expresarse mediante el sufragio.

Aunque no es exactamente así, vuelve a adoptarse la convicción de que el destino entero de la República está supeditado a un cronograma que el CNE, cuya razón de ser es organizar elecciones y garantizar su pulcritud, se obstina en aplazar, y escamotear, a sabiendas de que traiciona o juega con la buena fe ciudadana, con la posibilidad cierta de abrirle cauce pacífico y democrático a esta sombrío atolladero, en suma, con la comprometida estabilidad de la patria. Esta telúrica presión es la que hará de la “Toma de Caracas”, convocada para el jueves primero de septiembre, una fecha crucial. Quizá no fundamental, pero sí trascendente, esclarecedora.

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La alternativa democrática está llamada a actuar con prudente arrojo. Una nación expectante, exhausta, debe hallar, al fin, sus respuestas, y recobrar sus caminos. Es hora de probar la lucidez y la entrega del liderazgo político opositor, así como de la sociedad civil en su conjunto. Más allá de partidos y banderas, la unidad ha de ser pieza capaz de sobreponerse a toda agenda personal, o grupal. Es el país, como un solo cuerpo, y un solo aliento, el que se pondrá de pie.

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