Libertador: del patriotismo HD a la memoria atrofiada

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Salí insatisfecho de la sala. Caminé por los pasillos haciéndome preguntas y calculando fechas. Llegué a mi casa desorientado, con ganas de quemar las enciclopedias de secundaria. Viví lo mismo que con El Mayordomo y La ladrona de libros: la indigestión de esos temas que se esperan con demasiada avidez y terminan aniquilados con impunidad y altos presupuestos. Libertador es una superproducción comercial. Eso hay que entenderlo (y sufrirlo) rápido.
Los que fuimos esa noche al cine llegamos a un consenso: a nivel cinematográfico no hay objeciones: es una película de alto entretenimiento que cumple con todas las exigencias técnicas y estéticas de la industria fílmica contemporánea. Es emocionante, pero no conmovedora. Poderosa, pero poco profunda. Sus tensiones dramáticas parecieran esforzarse demasiado en dejar dudas y deconstruir episodios canonizados en pos de una “libertad de pensamiento” que, paradójicamente, está condicionada por líneas inamovibles y radicalmente claras.
La propuesta de Libertador regresa al mito y lo magnifica en alta definición. Con su desorden cronológico, sus grandes lagunas y silencios, muestra a un Bolívar inconexo, adulterado, privado de sustancia política. Es el Bolívar-Marvel sin consecuencias históricas, el Simón superhéroe de la geopolítica, el gladiator de los Andes con fusil de guerrillero. Trayendo de nuevo al Bolívar de la ubicuidad y el desdoblamiento, del carisma agrandado y la invencibilidad, la película no edifica al hombre: hace más grande al fantasma.
Quería mucho de ella, lo acepto. Y tal vez el problema esté en mi expectativa. Pero pienso que es una película que no está dirigida al público venezolano, sino a una audiencia internacional aséptica, acostumbrada a fórmulas y patrones de consumo.  Tensando más la cuerda, diría que es una pieza de un proyecto doctrinal más grande, un papel de trabajo de una política comunicacional que nos excede.
Pero lo dejo aquí:
Libertador es una película brillante, espasmódica y desordenada. Se hunde a veces en su propia grandilocuencia. Con su patriotismo HD y su inmenso vacío conceptual, logra lo que más le place a la maquinaria propagandística del poder: atrofiarnos oportunamente la memoria.

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