Recordando a Teodora Torrealba

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Me planteé escribir un artículo sobre la estética de las artesanías larenses. En un atardecer de lluvia  busqué entre mis papeles materiales para el texto y me topé con la entrevista que hice a Teodora Torrealba hace ya mucho tiempo. El artículo puede esperar…

-No me gusta enseñá a muchachos, porque la loza es cosa de mujeres…

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La frase de Teodora me retumbó por dentro y se arremolinó en curvas y texturas. La imagen de esta mujer centenaria se fundió en una de sus vasijas, preñada de misterios en la redondez cautivadora de una matriz lunar. Las deidades femeninas signaron entonces el encuentro y la conversación.

-Nací por allí, en la laguna amarilla. ¿Jugar…? Nojotros no jugábamos.  Cuando uno estaba niño ya estaba ahí la piedra pa’ machacá.  La mama mía me enseñó. Se llamaba Eugenia.  La enseñó la mama de ella.  Se llamaba Tomasa.

Teodora nunca se casó ni tuvo hijos.  Por eso la llamaban “la niña Teodora”, pero transmitió los secretos ancestrales de la arcilla a sus sobrinas y a las mujeres de su comunidad.

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Llegué a Teodora luego de un periplo por paisajes de ocres: Quíbor, Sanare, Loma de Curigua, Yay…

-Antes vivía pa’ La Mora, donde no venteaba como aquí. Me gusta más allá. Ya ve, hoy el viento no me deja trabajá.  No se aguanta, como en veces la lluvia, cuando la masa no arma.  Con calor es mejor.  Por eso le doy entre días, poco a poco, menos los domingos.

Quedé prendada de un sombrerito de fieltro negro que parecía una extensión real de su cabeza cana. Los barquitos multicolores de su delantal de algodón pugnaban por atestiguar su condición de niña. Su suéter de lana cruda, evidentemente tejido a mano, delataba la fragilidad de su cuerpo. Y sobretodo, la dignidad de su sabiduría esencial, pasmaron mis intenciones de indagación.  Me quedé mirando, con imprudente curiosidad, los hermosos candados de oro cobrizo que adornaban sus orejas…

-Me los regaló mi taita cuando era niña. Nunca me los he quitado, ni para bañarme, ni para dormir…

El patio huele a orégano silvestre. Nos protegemos del sol en el pequeño alero donde trabaja: un tinglado de zinc adosado a su casita de bahareque. El ambiente está impregnado de un olor a barro húmedo, los cacharros se esparcen por el suelo, tintineando al roce del viento.

-Me traen los terrones del cerro “Papayo”. En antes yo misma iba y los buscaba. Siempre en menguante, uno averigua donde está la mejor veta  probando la tierra, sabe como a sal… Si no es la menguante la loza se friega, se pone pesada y no sale buena. Después es machacar y machacar con piedras para mezclar con pedazos de tiesto machacado. La agua se va echando para la masa, unas veces más y unas veces menos, depende como esté el día. Para amasar tiene que haber sol, si no la masa se pone fría, no da el temple y me duelen las manos. Con gripe tampoco se puede amasar…

Sobre la mesa están los instrumentos, un viejo plato de peltre, unos pedazos de totuma (que después me dice que son “las cucharas”), unas hojitas de guayabo y unas piedritas lavadas de río. He ganado su confianza al pedirle que me cuente cómo llegó allí el ángel que nos mira desde la entrada. La reverencia con que me acerco al ángel me abre las ventanas de su espontaneidad.

-Eso si es viejo.  Más viejo que yo. -Al fin logro verle la risa-. El cuida la casa y mi sueño.  Es San Rafael Arcángel.

Continúa revelando los pasos…

-Hay que dejar la masa quieta hasta el día siguiente.

-¿Cómo se hace una vasija como esta? -le pregunto tomando un pequeño tazón entre mis manos.

-Con la masa de barro hago una arepa que pongo en el plato. Después voy haciendo rollitos, como unas culebritas. Los voy poniendo uno arriba de otro en la arepa, la forma es según… Esas cucharas de totuma son para emparejar, hasta que no haiga rayitas. Se deja entonces… Se pule con una hoja de guayaba mojada. Se deja en la sombra hasta que esté como si fuera un cuero.

-¿Por cuánto tiempo? -indago, a sabiendas de que no existe un sentido convencional del tiempo en esta “receta”.

-En unas veces más en unas veces menos.

Repaso con mis dedos las intuitivas estilizaciones de hojas, flores, árboles de las piezas que descansan sobre la mesa.

-Y ¿cómo se hacen estos dibujos?

-¿El rameado? Antes hay que untar el cacharro con un una lechada de arcilla roja y esperar a que seque.  Y con una pluma de gallina, empapada en una agua de arcilla blanca, se hacen los adornos. Y otra vez a esperar a que seque para pulirla con la piedra de río, hasta que quede brillante y suavecita. Toque, toque… Más alante la dejo en la sombra, hasta que le llegue la “cochura”.

Ahora soy yo quien, mentalmente, acota la aclaratoria:  la quema.

-Sí, antes de que se vaya la luna se ponen las piedras, la leña, la bosta de vaca… Uno echa los cacharros a las seis de la mañana, los tapa con el zinc, le prende el fuego y los saca a las seis de la tarde.

-¿Por qué tiene que ser “antes de que se vaya la luna”?

-Porque cuando ella se va, ta’ brava. Ella es así. Pa’ la loza y pa’ cortá madera hay que buscarla antes de que se vaya. (Quiere decir en meguante) Si no, la loza queda ajumá. Y en creciente, se revienta…

Volví a Loma Curigua,  muchos años después, en un intento por recordar la zaga de Teodora y su legado.  Busqué a José Gregorio Lucena, quien tiempo atrás me llevó donde “La Niña”.

-Teodora se murió de envejecimiento el 31 de marzo del 2000. Trabajó hasta cinco años antes de morir. Estaba ya achacosa. No oía ni veía bien. Se sentía desmayadita… Empezó que no quería comer y le pusieron suero. Había cumplido 120 años. La enterramos en la Loma.

Teodora es parte fundamental de la historia y las manos que han hecho del barro larense una referencia que perdura en nuestros modos de hacer y de ser. Y es bueno recordar lo que somos.

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