Para comprender que somos palabras, lo único requerido es leerse el «Ulises» de James Joyce. Somos, interpretando Joyce, un mundo de palabras; dichas unas, calladas la inmensa mayoría, pero todas: palabras, al fin. Las palabras son para nosotros un medio y unas formas huecas como moldes a los cuales llenamos con la masa de los sonidos manifiestos o de los sonidos inmanifiestos, interiores. De este modo: las formas llenas de sonidos asumen la identidad de los nombres de las cosas y su tácita significación. Pero además, y esto es importante, las exteriorizamos o nos las decimos sin pronunciarlas. Su contenido, como se aprecia, puede ser manifiesto o inmanifiestos, como si estas últimas no quisieran enfrentarse a la audición.
Todas nuestras ideas concebidas por el pensamiento, en su afán confidente de que le tiene sin cuidado la existencia del signo, son usadas o desusadas, a capricho. Por un inexplicable mecanismo, las ideas se hacen palabras audibles sólo para información y consumo del deseo insaciable de hablarnos. Salvo, advierto, que nos dediquemos profesamente, a tiempo completo, como lo hizo Joyce en «Ulises» a escribir lo que por naturalezaen el mecanismo le está vedado al habla.
El monólogo interior, ese modo de decirnos sin decirlo con el desparpajo sin limitaciones con los cuales nos hablamos, sorprende en la abundancia de palabras que sin traducción a lo audible nos decimos. Pero que en Joyce no hubo limitaciones para expulsarlas echándolas afuera para que experimentaran la vergüenza ridiculizante de exponerse a las opiniones. Dijo Joyce: «El pensamiento es el pensamiento del pensamiento». Él deja a criterio de otros mecanismos foráneos del ser que decida si las ideas del pensamiento se deban exponer aprovechándolas como palabras para el texto.
El pensamiento es un modo elitesco ante las palabras.El pensamiento es un medio para crear ideas. Nada que no demuestre interés y novedad le mueve, y por eso, las ideas contra el caudal de las palabras son proporcionalmente insignificantes. Las palabras comunes y vulgares que a todos nos sirven diligentemente están proscritas por el habla a cumplir su función social de relación, de medio; y, también, en abundancia, en su aparente silencio, a proporcionarle actividad al intelecto. Las palabras que nos hablan, que no pueden ser las que hablamos, son desorganizadas, no siguen como las expresadas, la línea del discurso. Desordenadas y locas fluyen; les tiene sin cuidado la organización y el orden. Cualquier duda al respecto remítanse a Ulises.