Luis Aparicio, hijo ilustre (Alfonso Saer)

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Yo soñaba

 

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De niño uno sentía que era Luis Aparicio, aquel joven nacido en la calle Guayaquil de Maracaibo. Vestíamos imaginariamente con la indumentaria de los Medias Blancas para simular una jugada en el fondo del abanico, ensayar en la tierra de un solar inmenso algún robo de base, o estampar un toque de bola en un recodo del barrio que nos albergaba.

Quizás por la descendencia española de su apellido paterno, Luisito intentó ser portero. Le propinaron, cuentan, una patada en la espinilla y hasta allí llegó la breve incursión. No supimos, ni sabremos, el nombre de aquel infractor. Se lo agradecemos de todas maneras. Ese foul contra el niño que defendía la meta del Guaraní, hizo que el frustrado imberbe buscara otros horizontes. El apellido Montiel de Doña Herminia, una vena de los guajiros zulianos, se le fue a la cabeza al chamo que de vez en cuando hacía mandados dándole a piso y paredes con una pelota de goma.

Mientras su padre Luis, llamado El Grande, aún deslumbraba como campocorto en el profesional venezolano, Luisito caminaba por la senda que el destino le aguardaba. En su mente acogía la orden profética de su protector y guía. “Tenés que ser mejor que yo, el número uno, si es que vas a ser pelotero” le habría ordenado aquel flaco de guante mágico que desvelaba a los pastoreños y alentaba a los gavilaneros, por años y décadas rivales irreconciliables en el viejo estadio “Alejandro Borges”. Eran una suerte de caraquistas y magallaneros zulianos.

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Venido al mundo el 29 de abril de 1934, Luis Ernesto Aparicio Montiel estuvo en una hilera interminable de clubes de liga menor. Uno de lo mejores fue el Valdespino capitalino, por allá en 1949, cuando el Junior solo tenía 15 años. También fue ficha del Policía de Caracas y el Gavilanes B, especie de sucursal menor del conjunto estelar.

El nexo de nuestro personaje con la tierra larense viene de mediados del siglo pasado. A Don Antonio Herrera Gutiérrez, el querido, celebrado y nunca olvidado mentor de Cardenales, no se le trababa la mano en el bolsillo cuando de contratar figuras se trataba. En 1953 hizo lo imposible por llevarse al hijo de El Grande para Carora. Tratando de justificar un sueldo que Luisito no andaba buscando, le dio el cargo de boticario en una de las tantas farmacias que ayudaban al sostén de sus pájaros rojos. Era un simple formalismo. Creo que el mejor remedio que Luis ha expedido en su vida ha sido para curarnos nuestros pesares, los males del ánimo y el alma, con sus fabulosas jugadas. En Cardenales de Carora bateó de 32-11 (.365) y fue líder en anotadas y robos. Rebobinemos pues para decir que hace 61 años, en el embrión de la gloria, fue ficha de nuestra enseña amada.

 

Yo escuchaba en la radio

 

Luis jugó en la Serie Mundial Amateur de 1953. Tuvo que llegar a Caracas aprovechando una colita en la camioneta del diario Panorama. El shorstop titular de Venezuela era Román Vilchez, quien, junto a Alfonso Bracho, se erigía como uno de los reputados torpederos de la época. No fue el dueño de la posición en el evento mundialista. Estuvo en el jardín izquierdo. Igual fue el mejor estafador, anotador y defensor de la competencia.

A los 19 años el mozo gavilanero estaba listo para el salto crucial. Prepararon la ceremonia de entrega del guante y el bate para el 17 de noviembre de 1953. Lo llamaron a Carora para informarle que su padre, cansado y ansioso, quería hacer el transporte de su guante maravilloso al hijo en desarrollo. Uno se atreve a creer que La Chinita no estaba en sintonía con la fecha. Se desparramó uno de esos chaparrones enormes que ocurren en Maracaibo. Fue entonces el domingo 18 la despedida de uno y la llegada de otro. Cambiaba la figura, pero la elegancia, habilidades, bondades del creador, eran las mismas. Se transmitían por la infalible genética.

Howie Fox hizo un pitcheo desviado y allí mismo Luis El Grande se apartó del plato. Llamó a su hijo y le entregó el bate para que completara el turno. Ya el guante había cambiado de dueño en el acto previo. Hasta Doña Adelina Ortega de Aparicio, la abuela de 88 años, estaba en el abarrotado parque. Era el momento de la transición anhelada, generadora de expectativas. Dalmiro Finol decía que uno era la sombra del otro. No se equivocó el segunda base del Gavilanes, derrotado en esa fecha por el Pastora, 7-4. Una referencia histórica acota que en 1945, en Venezuela, Jackie Robinson y Roy Campanella se quitaron la gorra para rendirle honores al viejo Aparicio Ortega.

Comenzaba allí, en ese día de la patrona zuliana, una rica trayectoria que obliga a utilizar el poder de síntesis. El paso de Luis por las menores fue breve. Arriba sabían que tenerlo abajo era una pérdida de tiempo. Dos años en las granjas de una buena vez el compromiso serio de hacerlo debutar en las Mayores en 1956. Con el Waterloo A no se robó ni una base. Pero en el Memphis doble A estafó 48.

Quiso Dios, aliado de tesón y el sacrificio, que Aparicio se estrenara en Grandes Ligas el 17 de abril de 1956 al frente de Alfonso Carrasquel, uno de sus mentores y consejeros, en la grama corta de Cleveland. El Chico era el ídolo nacional y, reconoce Luis, que aquel lo instruyó debidamente para soportar los duros avatares de los inicios en la profesión, en un país extraño, complicado. Se fue de 3-1 en la escuadra de su llave Nellie Fox, Orestes Miñoso y Larry Doby, entre otros. En una emotiva carta de su madre Herminia, el Junior escribió al final: “dile a papá que mi deuda con él está cancelada”.

Novato del Año en ese mismo 56 –bateó .266, con 142 hits- el creciente rey de la grama corta comenzó a rotular estadísticas envidiables. Por nueve años acaparó el liderato de robos, alcanzando los 50 escamoteos en tres oportunidades, camino de las 506 que atrapó en su esplendente trayectoria. Fueron diez torneos en dos épocas los que vistió la franela de los patiblancos –su divisa más querida de Grandes Ligas- en el Comiskey Park.

El matrimonio con la portorriqueña Sonia Llorente, procreando cinco hijos, ha sido el extrabase de mayor alcance. Una combinación maestra. Estaba recién llegado al gran mundo de las Mayores cuando ambos quedaron prendados para siempre.

Buscábamos ansiosos la onda corta y a la Cabalgata Deportiva Gillette de Buck Canel, Musiú Lacavalerie y Felo Ramírez, para degustar la Serie Mundial de 1959, la primera para un venezolano. Entonces se jugaba por las tardes la cita máxima del béisbol. Luis y Nellie Fox empujaron a Chicago hasta el gallardete de la Americana. Fue de tal vigor el remezón del dueto que el criollo quedó segundo detrás de su carnal Nellie en la votación de más valioso, algo inédito Para una combinación short-segunda. Bateó .308 –de 26-8- en el clásico de otoño. La tropa de la ciudad de los vientos perdió en seis juegos ante los Dodgers del naciente Sandy Koufax. La revancha se cumplió en 1966 cuando Aparicio militaba en los Orioles junto a los Robinson, Frank y Brooks, Dave Johnson y Boog Powell. Nadie pensaba en una barrida contra la escuadra californiana que reunía entre otros talentos a Sandy Koufax en su esplendor y Don Drysdale, más tarde huéspedes contemporáneos en Cooperstown. Pero el zurdo Dave McNalley ganó y el par restante estuvo a cargo de Jim Palmer y Wally Bunker. Se cumplía pues el sueño de verse engalanado con un anillo de campeón. Y en una resolución de cuatro careos.

Cuando este marabino de excepción decidió hacer mutis a los 39 años, para nada estaba acabado. Boston lo dejó libre pese a batear .271 en 499 juegos y llovieron ofertas. La tierra del sol amada y la amada familia de amor ardiente lo llamaron a casa. Detrás quedaron 2.599 juegos, 11.230 turnos, 2.677 hits, 8.016 asistencia, 1.533 doble plays, entre otros caracteres estadísticos del Junior zuliano. Pero lo mejor no aparece en los números. La gracia, habilidad, certeza, aplomo, oportunismo, elegancia, atrapadas de ensueño no se insertan en los box score. Eso lo tenemos acuñado en la memoria.

 

Yo lo vi en 1972

 

Era jefe de deportes del centenario y pugnaz diario El Impulso, nuestro gran heraldo democrático, cuando Luis Aparicio bajó del avión para encargarse de Cardenales de Lara. Fue el primer contacto con el ídolo de mi infancia. Su acceso a las riendas de los alados parecía una especie de pago postrero que hacía a Toñon Herrera, desaparecido en la tragedia aérea de tres años atrás en Grano de Oro. No tuvo suerte en las dos campañas como mánager. La suerte la tuvimos nosotros al recibir destellos finales de su clase fildeadora. En la tierra de los Carrasquel, Hernández, Concepción, Vizquel, Guillén y demás connotados ases de la posición, el Junior se aproximaba al adiós con la enseña guara, uno de los uniformes que ha vestido con más orgullo y cariño. Hubo una temporada más y fue al retiro tras la 74-75 con Zulia. Había sido león (54-55), tiburón, cardenal y aguilucho. Sumó 13 calendarios beisboleros en el país con la Liga Central y el resto en la Occidental. Su arrojo, jerarquía y liderazgo siempre impusieron su férreo carácter, amante de la disciplina, mano de hierro en la dirección de campo, responsabilidad suprema en los actos de la vida. Son elementos indispensables en los triunfadores.

Detrás quedaba la Liga Occidental de Gavilanes y Rapiños. Su average de .415 en una campaña. La decisión de jugar desde el principio, aún con sus vibrantes números en Grandes Ligas y ya declarado como el mejor shorstop del planeta. Había transformado a La Guaira desde 1962 en un elenco ganador hasta de tres campeonatos en menos de una década. reforzaba sin miramientos a Venezuela en la Serie del Caribe. Me parece escuchar a Delio Amado León narrando el jonrón con tres en bases de Aparicio en la Serie Interamericana de 1961.

Sí, lo vi, con el uniforme color ladrillo de Cardenales. Aún en el parque barquisimetano uno puede buscar en las ráfagas de los recuerdos para ver sus lances en el hueco, las jugadas hacia adelante, el fildeo con la mano descubierta –algo que Don Omar Vizquel perfeccionó con su elegancia sin par- el disparo preciso, el salto atlético en el doble play, el tiempo pedido medido para la estafa, el toque acucioso para sacrificarse, el bateo detrás del corredor. Bueno, amigos concurrentes, son tantas las cosas que uno vio y vivió.

 

Yo lo admiro

 

Unos 25 años atrás los giros de la vida trajeron a Luis hasta Barquisimeto. Vino, vio y se quedó. A quienes visitan la tierra del cuatro y el crepúsculo los recibimos con la música hermosa que prodigan nuestros artistas inmensos. Cariñosamente les decimos barquisimetidos.
Poco antes, lo habían entronizado en el Salón de la Fama en Cooperstown, uno de los episodios de mayor trascendencia en la historia deportiva nacional. Aquel agosto de 1984, y como única vez en los recuentos que tenemos, el Himno Nacional fue entonado en medio de un partido de extra inning que se jugaba en Caracas. Lágrimas y abrazos se fusionaron en el Universitario mientras Delio Amado León suministraba la buena nueva tan aguardada con la solemnidad de su voz grave, y Carlitos González, compañero de transmisiones de Luis ese año, decía con su jocosidad de siempre en la autopista regional del centro que tenía de chofer a un huésped del nicho que guarda a los inmortales.

Deportista del siglo 20 en Venezuela, distinción que lo encumbra por encima de tantos atletas de relieve, Luis cumplió 80 años en abril pasado y con su timidez y recato de siempre apagó velas en la intimidad. Este pelotero de excepción ha sabido llevar con presteza y dignidad el peso de la fama, a veces irresistible y peligroso.

Un hijo ilustre es quien entrega a su madre patria hechos ponderables y significativos. Cuando una tierra como la nuestra concede ese título de tanta exigencia, va implícito el reconocimiento a una obra que trasciende lo deportivo y toca los elevados dinteles de la personalidad radiante, la ciudadanía pulcra y pura. En el diamante figura señera, y fuera de las rayas un hombre de fuertes convicciones morales, Luis Aparicio es larense de cara asimilación y nosotros somos admiradores de sus gestas y logros.

Tome usted mi amigo la cédula imaginaria de barquisimetano reluciente y el certificado de ilustre que entregamos con cariño, todo un doble play de grandes matices para quien con guante y bate le brindó hazañas y emociones a millones de paisanos. Como en sus buenos tiempos de activo, nos ha robado el corazón de sus afectos. Esta es su casa, bienvenido por siempre Luis Ernesto.
Muchas gracias.

Alfonso Saer

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