#OPINIÓN Del Guaire al Turbio: A mis amigos ateos y agnósticos #29Abr

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Hace 15 días mi artículo en este espacio lo titulé Silencio y hoy quiero rematar este tema con una frase de Rabindranath Tagore que cito a menudo: No te detengas a escuchar los ruidos del momento que perderás la música de lo eterno. Cuando hablo de rematar, no es al silencio en sí, sino al problema global que inspiró ese artículo y muchos más, demasiados, tanto ajenos como míos: la pandemia que nos azota. Digo basta y voy a hacer silencio sobre la misma, como medida higiénica para nuestra psiquis.

Es el silencio que reclama Tagore, hacerse sordo a los ruidos del momento, que son todo lo que hemos estado viviendo, para estar atento a la música de lo eterno. Tampoco me referiré a la eternidad divina y la música celestial de ángeles, aunque puede estar esto implícito en las palabras del filósofo y poeta bengalí. Por supuesto que quiero hablar de trascendencia, pero en un plano muy humano: pasar de un ámbito a otro, ascendiendo, en busca de algo superior. Es lo que ha hecho el hombre desde su origen: indagar dentro y fuera de si mismo para saber el porqué de su existencia y del mundo que lo rodea. Una inquietud causal de las grandes manifestaciones intelectuales de la humanidad: filosofía, ciencia y teología, con sus derivaciones en la práctica de ideología, tecnología y religión.

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A grandes rasgos he trazado un panorama, pero ya en el título le he dado una dirección. Me dirijo a ateos y agnóstico, yo, una mujer de profunda fe en Dios. No lo hago por afán catequístico, sí quizás un poco crítico, pero sobre todo, asómbrense, por admiración. Sí, yo admiro, es más, simpatizo, con los ateos y agnósticos de verdad, no los postizos. ¿Por qué? Por su sinceridad. Para mí un ateo es una persona que se ha planteado esa inquietud causal, de la que hablé en el párrafo anterior y ha encontrado que no puede creer en un ser superior, principio de todo, sino en una evolución propia de la materia y, en todo caso, en una energía motriz como la electricidad. Estoy de acuerdo, la fe es un don y simplemente no lo tiene. En cuanto al agnóstico, lo suyo es una duda muy razonable, muy limpia: no cree en Dios, pero tampoco lo niega, digamos que es un poquito más precavido que el ateo, pero también sincero.

Los que rechazo un poco -iba a decir no tolero, pero me retracto porque la tolerancia es la mejor actitud para la armonía y la convivencia- es a los anticlericales, me parecen extremistas como los de izquierda radical y, en ambos casos, responden a algo muy negativo: el resentimiento, pasión con la que nade se construye, sino todo lo contrario. En los primeros, tal vez nació el resentimiento por algún mal episodio infantil de sacristía; en los segundos, por alguna discriminación injusta socio-racista-económica; o en unos y otros, por herencia, sería un resentimiento ancestral. En cualquiera de los orígenes, hay un hecho inicial de injusticia que todos debemos combatir, pero no podemos aprobar ni aplaudir esa reacción fanática de las víctimas que las hace personas degradables, sembradoras de odio.

Son mucho más tratables los ateos y agnósticos, me entiendo bastante mejor con ellos que con los disidentes de mi fe que se fueron a la antípoda. En cualquier conversación que aborde un tema religioso, éstos anteponen el rencor como arma de defensa o ataque, aquéllos, una actitud de atención y respeto. Por eso les dedico este artículo y sólo quiero señalarles algunas deficiencias que para mí tienen.

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Les falta la dimensión e inteligencia de la fe, que es, como decía san Juan Pablo II, el ala que, junto a la de la razón, da capacidad de remontar muy alto al ave o al avión. Para alcanzar las grandes alturas del espíritu, se necesitan ambas alas, si no, se está mutilado. Mentes brillantes, que intuyen el misterio, pero se detienen ante el muro de sus prejuicios que temen demoler. Se entiende, todo rompimiento da miedo.

¡Ah! Y no creen en milagros y vivimos inmersos en ellos. El primero, el que cada uno de nosotros, conjunto de órganos en armónico funcionamiento, haya salido de un microscópico espermatozoide que fecundizó un mínimo óvulo; científicamente sabemos cómo se hizo, ¿pero quién dio el chispazo para que la cadena de milagros arrancara?

Alicia Álamo Bartolomé

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