Se hace pesada la carga, el camino se empina, solo la ilusión de viajar justifica el esfuerzo y alivia el cansancio de estos días grises y estas noches sin luna de mi país. «Nos iremos a Chile», resuelve el migrante. Con sus contrastes: verdes los valles y blancas las montañas, el calor del verano y el frío de las playas. Cuatro horas de selva amazónica, dos de desiertos costeros, una más de cordillera para llegar a Santiago.
Un carguero inmenso deja su ancha estela con rumbo a Valparaíso. Los riscos de la costa cortados por playas solitarias y caletas de pescadores van quedando atrás, cuando se acaba el ocre del Atacama y comienza el níveo del Aconcagua. Hora de iniciar el descenso sobre los campos cultivados al norte de Pudahuel. Un cóndor planea para posarse sereno sobre la pista y ser aplaudido por los viajeros que reconocen lo majestuoso de su vuelo.
En Viña del Mar hace frío todo el año, aunque los anfitriones viñamarinos se empeñan en negarlo para atraer a los turistas de otras tierras a sus playas de soles ardientes a mediodía y aguas oscuras con hielo. Hay tanto movimiento de buses en el Terminal de Santiago, en la Alameda; hormigas que entran y salen en las mismas cantidades de los minutos del día sin toparse, ni hablarse. Todo funciona, nadie se queja, es imposible hacerlo: la perfección en el servicio y la calidad de las unidades no dejan espacio ni siquiera para la emoción. El chileno es adusto en su expresión pública y meloso en la intimidad de su casa.
El bus a Santa Cruz parte a las 17:35, de retroceso para salir y girar en el mínimo espacio. Con el silencio cómodo de las butacas reclinables, maniobrando en las afueras del hormiguero. «Vamos rumbo al sur, en la Ruta 5 del sistema de autopistas de Chile», instruye el migrante a su grupo familiar. Buses con precisión alemana, viajando a un pueblo pequeño en el Valle de Colchagua, afamado por el marketing internacional del turismo chileno y los paseos a las rutas del vino. Entre los mejores platos del viaje, un churrasco de congrio y un lomo vetado a las brasas, con vino rosé de aperitivo.
El camino de Santa Cruz a Curicó se hace en «liebre»: una buseta de asientos fijos e incómodos que para a cada rato, donde quiera subir o bajar un pasajero, muchos de ellos campesinos, a juzgar por sus ropas, cuando no por sus olores a tierra y ovejas. «Nos esperan los amigos chilenos en el terminal de Curicó», se entusiasma el migrante. Una clase de hospitalidad y simpatía, una casa espléndida en espacios y amplia en sabores, con nietos divirtiendo a los abuelos: “como solía ser en mi país», suspira.
Un bus de los mejores de vuelta a Santiago para las últimas compras. Luego al hotel, a llenar las maletas para el viaje de regreso, cargadas de sabores chilenos, de vinos, de pisco, de memorias amables: «suficientes para venir de vacaciones, volvamos a Venezuela», sentencia el migrante que se ha paseado por los viñedos en Chile.
Carlos J. Suárez Isea