#OPINIÓN Crónicas y relatos de la migración: Paseando por Chile #17Jul

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Se hace pesada la carga, el camino se empina, solo la ilusión de viajar justifica el esfuerzo y alivia el cansancio de estos días grises y estas noches sin luna de mi país. «Nos iremos a Chile», resuelve el migrante. Con sus contrastes: verdes los valles y blancas las montañas, el calor del verano y el frío de las playas. Cuatro horas de selva amazónica, dos de desiertos costeros, una más de cordillera para llegar a Santiago. 

Un carguero inmenso deja su ancha estela con rumbo a Valparaíso. Los riscos de la costa cortados por playas solitarias y caletas de pescadores van quedando atrás, cuando se acaba el ocre del Atacama y comienza el níveo del Aconcagua. Hora de iniciar el descenso sobre los campos cultivados al norte de Pudahuel. Un cóndor planea para posarse sereno sobre la pista y ser aplaudido por los viajeros que reconocen lo majestuoso de su vuelo. 

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En Viña del Mar hace frío todo el año, aunque los anfitriones viñamarinos se empeñan en negarlo para atraer a los turistas de otras tierras a sus playas de soles ardientes a mediodía y aguas oscuras con hielo. Hay tanto movimiento de buses en el Terminal de Santiago, en la Alameda; hormigas que entran y salen en las mismas cantidades de los minutos del día sin toparse, ni hablarse. Todo funciona, nadie se queja, es imposible hacerlo: la perfección en el servicio y la calidad de las unidades no dejan espacio ni siquiera para la emoción. El chileno es adusto en su expresión pública y meloso en la intimidad de su casa. 

El bus a Santa Cruz parte a las 17:35, de retroceso para salir y girar en el mínimo espacio. Con el silencio cómodo de las butacas reclinables, maniobrando en las afueras del hormiguero. «Vamos rumbo al sur, en la Ruta 5 del sistema de autopistas de Chile», instruye el migrante a su grupo familiar. Buses con precisión alemana, viajando a un pueblo pequeño en el Valle de Colchagua, afamado por el marketing internacional del turismo chileno y los paseos a las rutas del vino. Entre los mejores platos del viaje, un churrasco de congrio y un lomo vetado a las brasas, con vino rosé de aperitivo. 

El camino de Santa Cruz a Curicó se hace en «liebre»: una buseta de asientos fijos e incómodos que para a cada rato, donde quiera subir o bajar un pasajero, muchos de ellos campesinos, a juzgar por sus ropas, cuando no por sus olores a tierra y ovejas. «Nos esperan los amigos chilenos en el terminal de Curicó», se entusiasma el migrante. Una clase de hospitalidad y simpatía, una casa espléndida en espacios y amplia en sabores, con nietos divirtiendo a los abuelos: “como solía ser en mi país», suspira.

Un bus de los mejores de vuelta a Santiago para las últimas compras. Luego al hotel, a llenar las maletas para el viaje de regreso, cargadas de sabores chilenos, de vinos, de pisco, de memorias amables: «suficientes para venir de vacaciones, volvamos a Venezuela», sentencia el migrante que se ha paseado por los viñedos en Chile.

Carlos J. Suárez Isea

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