#OPINIÓN Crónicas y relatos de la migración: El mejor país del mundo #14Ago

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La brisa mañanera del verano al norte de Nueva York es tan fresca como la de una madrugada decembrina en las calles de Barquisimeto. El aire limpio y el sol reflejado en las playas de Long Island Sound animan la diaria caminata, el orden en el tráfico da la prioridad al peatón en las esquinas, la seguridad absoluta hace inútil el trabajo del policía que patrulla estacionado frente al parque y el de la cerradura en las puertas de las casas que todos dejan entreabierta. Los jardines y la grama de las canchas se mantienen muy verdes, podadas y húmedas, mientras el día soleado las seca.

El café estuvo bueno, hecho en la greca italiana con grano molido de Villanueva que el abuelo ha traído. «El desayuno con cereales y frutas de temporada, los huevos fritos con jamón Virginia, los sándwiches variados y las panquecas con miel que he comido en abundancia en estas largas vacaciones, atendido como rey, con el cariño y la gracia de las nietas. Hay de todo en la casa, en especial, alegría, ambiente de paz y de armonía, de familia», hace su lista de felicidad el abuelo.

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Al comienzo del otoño, el abuelo ha caminado las mejores aceras, ha visitado las más suntuosas marinas y ha navegado botes estupendos en su imaginación. Pero no está Playa Mero, no hay turquesa en los colores del mar, ni blancos en las arenas de la costa, ni fondos de corales donde echar el ancla para pescar. 

Hace dos meses que salió de su país; está próximo a regresar, como siempre estuvo contemplado. «Por qué no te quedas…», le dicen los amigos del grupo Whatsapp. Hay muchos que lo piensan, algunos inician los procesos migratorios con la asesoría de abogados especializados. «Te podemos pedir», le han ofrecido los hijos que ya son residentes y ciudadanos en Estados Unidos. 

«Regreso en una semana», recuerda el abuelo la fecha en su boleto de varias escalas para llegar a su ciudad de origen. «Me espera el café guayoyo, la arepa que huele distinto, la natilla, el suero, el aguacate cremoso, las acemas y el pan de tunja. La cerveza fría frente a la licorería, el amigo que confía en mi silencio, el otro que me hace reír con el chiste, el hermano que me abraza, el beso de las hijas y la ternura de los nietos que no pudieron viajar. Me espero yo, con el alma más tranquila en la tierra de mis jardines, con la consciencia reencontrada en las calles de mis pueblos, con el espíritu aclimatado en los mares de mis oraciones: el mejor país del mundo», concluye.

Carlos J. Suárez Isea

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