#OPINIÓN Diarios Tozudos: Dentelladas desde el Cojín… -Parte 2: La Revancha- #14Jul

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“La poesía es a la vez…

…un escondrijo y un altavoz.” 

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Nadine Gordimer (Nobel de Literatura 1991)  

“La sátira es el arma más eficaz…

…contra el poder.” 

Darío Fo (Nobel de Literatura 1997)  

“Podrán cortar todas las flores, 

…pero no podrán detener la primavera.”

Pablo Neruda (Nobel de Literatura 1971)

“La fe es un pájaro que canta… 

…cuando el amanecer todavía está oscuro.”

Rabindranath Tagore (Nobel de Literatura 1913)  

“La sabiduría suprema es tener sueños bastante grandes…

…para no perderlos de vista mientras se persiguen. 

William Faulkner (Nobel de Literatura 1949)  

“Solemos decir que hay cosas que no se pueden perdonar…

…y sin embargo lo hacemos.”

Alice Munro (Nobel de Literatura 2013) 

  • 06:00 am.

El Joven amaneció decidido. Después de épocas de sustos y de esa secuencia diaria de sobresaltos frente a la quinta donde el sabueso lo recibía con un concierto de ladridos desaforados y dentelladas a la verja, ese martes se hizo hombre de determinación. 

El chico que antes bajaba la cabeza o lanzaba piedras sin rumbo había madurado en rabia estratégica. Decidió, con la precisión cruel del hartazgo, que ese día el miedo tendría nuevo dueño. Él mismo se lo dijo en voz baja mientras se ajustaba los cordones: “Basta, hoy se invierten los papeles”.

Como tantas otras veces, salió de clases a eso de las dos de la tarde, cruzando la verja posterior del campo de béisbol en la colina del colegio La Salle. El cielo tenía la textura de un alga gris translúcida, presagio de lluvia, y el aire empujaba la humedad que fermenta los rencores. Caminaba por la ruta de siempre, esa vía que lo llevaba por zonas verdes de la urbanización, donde la fauna y la flora premontana le hablaban con susurros de zamuritos en vuelo, helechos que danzaban en la brisa, y arbustos que parecían vigías de los secretos del barrio. Pero ese día, no los vio de verdad. Iba ciego de propósito y sordo de razón.

Al pasar frente a la casa de los Fábrega, la suerte le hizo un guiño siniestro. El portón de hierro estaba entreabierto, y más allá, sobre una mesa de madera de jardín cubierta de pertrechos estropeados y periódicos viejos, yacía un revólver calibre .22. El Joven se detuvo. Recordó historias del abuelo Fábrega, expolicía jubilado que se negaba a guardar sus armas como debía. El joven miró a ambos lados. Nadie. Solo árboles como testigos, inmóviles e indiferentes. Con la delicadeza de quien levanta una reliquia, lo tomó. Sintió el peso liviano pero definitivo, como quien hurga un destino que presiente definitivo.

  • 6:20 am  

El camino hasta la quinta canina fue más corto ese día. El Joven sentía que sus pasos no eran suyos, eran del impulso foráneo que lo guiaba con precisión teatral. El perro, como siempre, lo olió desde lejos, gruñó con la cólera de las jornadas repetidas, lo esperó con esa coreografía usual de saltos y gruñidos, rebotando contra la verja como si pudiera demolerla. Pero esta vez el Joven no corrió. Tampoco insultó ni retrocedió. Se paró firme, erguido como nunca, a menos de un metro del sabueso enfurecido. Lo miró con la fijeza del que viene a sentenciar, y sin dramatismos, sacó el arma.

El sonido del disparo fue breve, seco, y pareció congelar la tarde. El perro cayó, no se sabe si por miedo, sorpresa o efecto del plomo. El muchacho retrocedió un paso. Algunos vecinos se asomaron, otros cerraron sus ventanas de inmediato. El silencio que siguió fue como una neblina: espeso, incómodo, absoluto.

El joven no esperó confirmación. No supo si había matado o solo asustado. Siguió su camino hasta la esquina de la plaza El Árbol de Las Tarántulas —como él la llamaba por una escultura olvidada— y se sentó en el bordillo. La adrenalina bajaba, pero subía otra cosa: un vacío extraño, como si hubiese perdido algo que no sabía que llevaba dentro.

  • 6:50 am  

Esa noche soñó con la mirada del perro. No la de aquel día, sino la de los cientos de encuentros anteriores. Lo vio triste, lo vio viejo. Lo vio como era en verdad: un guardián sin propósito, una bestia domesticada por el miedo de su dueño y por la costumbre de marcar un territorio que ya nadie deseaba. El Joven se despertó sudando. El revólver seguía en su mochila, envuelto en una camiseta vieja. Lo dejó sobre su escritorio sin tocarlo más. Nunca volvió a pasar por esa calle. Cambió de ruta, evitó la quinta canina y evitó recordar.

Sin embargo, el barrio no olvidó. El muchacho que disparó al perro, decían algunos. Otros, menos crueles, simplemente decían El Joven cambió. Y él, sí, cambió. Entendió que la revancha no redime, solo intercambia el miedo. Aprendió, igualmente, que hay cosas que no se disparan, se afrontan. Desde ese día, su ruta fue la Calle de Los Cedros, donde ningún perro ladraba, y la sombra de la quinta canina quedó sepultada bajo el polvo de los años.

  • 6:59 am

Esa noche fue larga. En sus sueños, El Joven no tiraba, solo miraba. El perro aparecía como un símbolo, una criatura que había encarnado el miedo, pero también algo más: la constancia de los encuentros. Porque, aunque fuese desagradable, el animal había estado ahí cada día, como una especie de espejo salvaje. El joven despertó sobresaltado. El arma seguía en su mochila, sin disparar por segunda vez. Decidió nunca volver a tocarla.

Durante los días sucesivos, evitó la calle canina. No por remordimiento explícito, sino por una emoción de merma que no podía ubicar. Los vecinos hablaban. Algunos aplaudían. Otros señalaban. Pero él caminaba sin mirar atrás. Se volvió un estudioso del paisaje, de las aves, de los corridos antiguos de la fauna premontana. Aquella zona abundante en especies oriundas, como el cristofué, el turpial, los jabillos y los bucares, le pareció entonces más valiosa que nunca.

El alumno llegó a convertirse en guía natural de la zona. Fundó un proyecto turístico con énfasis en rescate ambiental y memoria urbana. Llamó al programa Corredores del Silencio, en honor al mutismo que siguió aquel disparo. La gente del barrio lo recordaba con respeto mezclado con misterio. Nunca supieron si el perro murió o si sobrevivió. De hecho, a veces algunos decían haber visto uno parecido deambulando por los montes de la Cota Mil, como si el alma del sabueso se hubiese refugiado allí. Años después, en una charla sobre resiliencia, dijo:  Alguna vez disparé para vencer un miedo, y con esa descarga aprendí que hay victorias que pesan más que las derrotas. Algunas incluso se convierten en silencios que nunca terminan.”…

  • 7 am (Sinopsis)

Años después, los rumores perduran como ecos suaves entre los bucares. Algunos aún cuentan que, al caer la tarde, se oye un ladrido lejano cerca de la quebrada; otros juran que el can reaparece en sueños de quienes cruzan la Calle de Los Cedros con el alma temblando. El Joven, ahora hombre, camina sin mochila ni revólver, pero con una calma que no es de quien nunca tuvo miedo, sino de quien lo reconoció y lo desarmó con memoria.

En su oficina hay un antiguo retrato: un niño frente a una verja, y al fondo, apenas visible, un perro listo. La imagen no dice nada, pero guarda todo. El hombre la mira a veces, sin tristeza, ni pena, solo con la certeza de que el temor puede ladrar, pero además puede instruir. La quinta canina se vendió. En su lugar creció un edén urbano, sin reja, ni custodios. Porque algunos miedos, cuando se entierran, dan paso a modernas y más enérgicas raíces

Marcantonio Faillace Carreño

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