“El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza” (André Maurois). La vida importa a pesar de las enfermedades, de la soledad y de las tristezas. Dentro de sus truncadas luchas, el hombre va dejando los rastros de ese algo que le falta y que buscará hasta el final como gota de agua que falta a su desierto.
La vejez no puede considerarse como sinónimo de decrepitud. Al llegar a esta edad el hombre puede mantener una vida activa, entretenida y satisfactoria.
Los años solo nos limitan si nosotros dejamos de luchar. Por rudo e imparable que corra el tiempo, cada época tiene sus propias glorias, sus obsesiones, sus alegrías, sus temores, sus dudas, sus siembras, sus frutos y sus crisis.
La memoria puede fallar en algún momento. Como a la vida tampoco a ella le está garantizada su permanencia ni lucidez por tiempo indefinido. El tiempo vale oro, de allí surge la necesidad de anotar o grabar todo lo que podamos, lo que se nos ocurra, lo que sintamos, nuestros aprendizajes, exploraciones, experiencias y sueños.