La mañana fatal del 30 de junio de 1923, un grito espeluznante retumbó en el Palacio de Miraflores cuando una empleada que se disponía a arreglar la habitación del vicepresidente de la República, general Juan Crisóstomo Gómez, conocido como “Juancho”, encontró su cuerpo bañado en sangre.
Es un hecho conocido que, desde la guerra de independencia de Venezuela, José Antonio Páez sufría, con más o menos frecuencia, de ataques nerviosos de forma epiléptica, en una que otra ocasión, al comienzo o fin de los choques terribles que, contra las caballerías de López, de Morales, de La Torre y de Morillo, protagonizó el centauro llanero.
Cuando se cumplía el primer centenario de la muerte de José Antonio Páez, hecho que ocurrió un 6 de mayo de 1873 en la ciudad de New York, Estados Unidos, para entonces gobernaba el Dr. Rafael Caldera quien, en reconocimiento al héroe de Carabobo y «constructor de la República», ordenó la colocación de un mausoleo de mármol en el sitio donde reposan en el Panteón Nacional.
Cuando lo llevaban a rastras para la plaza de Altagracia en Barquisimeto, Estanislao trataba de mover con mayor celeridad su pierna lisiada, en aquel año del Señor de 1823.
La tranquilidad de aquel Cabudare pueblerino fue abruptamente sacudido por la noticia de una serie de asesinatos -todos atroces-, al amparo de las sombras, donde el revólver, el machete y la venganza, protagonizaron los escalofriantes episodios que el Gobierno censuró tajante.