Moral y legalismo

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 La más conocida y acertada definición de la ley, la de Tomás de Aquino, señala que la ley es una ordenación de la razón, dirigida al bien común, promulgada por aquel que tiene la responsabilidad de la comunidad. Subrayo lo referente a la ordenación de la razón, ya que ésta es el mejor antídoto para todas las tiranías. Si la ley es solamente lo que manda el jefe, y por eso es buena, estamos en el dominio de la arbitrariedad y del capricho.

La razón humana es capaz de conocer acertadamente la realidad, en sus pormenores y también en sus rasgos esenciales. Estos constituyen la naturaleza humana, universal e invariable para todos los individuos humanos. Si el legislador prescinde de esta consideración básica racional y trata de imponer sus particulares caprichos desaparece la referencia racional a la realidad humana, al bien y al mal en cuanto conveniente o disconveniente con la persona y con su provechosa vida en sociedad. El hecho de promulgar una ley cualquiera no garantiza su moralidad, a menos que esté de acuerdo con el bien propio del hombre. La ley irracional es injusta y constituye una tropelía. La promulgación de una ley de contenido inmoral no borra la diferencia entre el bien y el mal.

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Sin embargo se ha señalado en repetidas ocasiones que la ley humana tiene, entre otras, una función pedagógica. Es fácil que el ciudadano medio pueda pensar que algo es moralmente bueno por el hecho de ser legal. El legalismo o positivismo jurídico implica un abuso, aunque se presente de una manera civilizada. Se substituye la consideración racional por el consenso social o simplemente por el criterio del dirigente.

Así los derechos humanos no son una concesión del legislador, en un momento determinado, sino el reconocimiento por la ley positiva de un orden humano natural, válido por sí mismo y fundamento de toda legislación justa. Sin la consideración racional de lo que exige la naturaleza humana, la persona queda desprotegida, precariamente cubierta porque lo dice la ley.

Si no se reconoce el matrimonio como institución humana natural, como comunidad estable de vida entre un varón y una mujer, y se llama matrimonio a cualquier cohabitación sexual, se diluye la realidad del matrimonio, merced a una mentira legal: la cohabitación de dos personas del mismo sexo será lo que fuere, pero matrimonio no es. Búsquese otro nombre que responda mejor a esa peculiar realidad. Si no el derecho humano a contraer matrimonio y fundar una familia pierde por completo su perfil y su función.

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La renuncia a las adquisiciones universales de la razón lleva consigo la indiferencia ante la verdad, conduce al relativismo. Como ya Juan Pablo II advirtió, el fundamento de la democracia no es el relativismo de las opiniones sino el respeto a la persona humana y a su libertad. Un individualismo caprichoso no favorece la justa ordenación de la sociedad, sino la imposición totalitaria de puntos de vista parciales. El legalismo no favorece la orientación moral de la conducta sino las preferencias unilaterales. Si todas las opciones son equivalentes, ¿por qué no imponer la mía, que al menos tiene la ventaja de ser mía?

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