#OPINIÓN Solidaridad #4Abr

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Somos un solo pueblo. Iguales en la naturaleza y en la dignidad en cuanto personas e identificados en valores y creencias básicas que nos cohesionan, a pesar del interesado esfuerzo por dividirnos. Hoy se nota más ante la amenaza de la pandemia. Lástima que alguna gente muy influyente no se dé cuenta de verdades tan elementales.

Como personas tenemos tanto la dimensión individual como la dimensión social. Por ser naturales, son inseparables. Constituyen la base de nuestra libertad y nutren nuestra conciencia en conceptos de ética, derecho, justicia, bien común. Dan sentido a la política y a su organización más acabada hasta ahora, el Estado. En ese nivel se ubica y se comprende la solidaridad.

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La solidaridad no es una imposición del poder o una consigna de la propaganda. Así es postiza. Es un acto libre que nos sale de adentro, una expresión de humanidad. Si decimos que es un acto, es porque se trata de acciones. No sólo pensamientos o deseos. Sabemos que compartimos un destino y si el desarrollo es, como define Populorum Progressio, “el paso de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida más humanas”, no podemos conformarnos con verlo exclusivamente en términos de progreso material tan necesario, las condiciones de vida más humanas se refieren también y sobre todo, a la convivencia, al modo como nos relacionamos entre nosotros. Si la dimensión individual y la social son intrínsecamente humanas, las condiciones de vida se refieren a una y otra y es la solidaridad la corriente que las vincula, el ambiente que las favorece, el clima que las desarrolla. Una sociedad más desarrollada será una sociedad más solidaria y por lo mismo más pacífica, porque el verdadero desarrollo tiene un carácter moral.

En términos de la doctrina social de la Iglesia, la solidaridad ha tenido varios nombres, todos para referirse a un mismo principio. “Amistad” la llama el clarividente León XIII. En estrecha relación conceptual, Pio XI la nombra “caridad social” y caridad es amor. Pablo VI, el mismo pontífice de la encíclica arriba mencionada que tanto impacto tuvo en el compromiso social de mi generación, amplía el concepto e integra su
multidimensionalidad en “civilización del amor”.

El COVID-19 ha llegado con su insidiosa amenaza al mundo entero. Gentes de todas las culturas y creencias, razas y nacionalidades, sufre la enfermedad o le teme. Los líderes tienen una protuberante oportunidad de mostrar su grandeza o su pequeñez. Se pone a prueba la solidaridad. Venezuela se encuentra de cara con ese peligro cuando ya lleva años en una crisis que afecta a todos en todo y, por supuesto, con servicios de salud muy debilitados. Me impresiona para bien la reacción social. Fortalece nuestra capacidad de aguantar y ayuda a mirar el futuro con esperanza.

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Hay casos de egoísmo e insensibilidad ¿cuándo no? Pero ellos son más bien aislados, y es claro que predomina la responsabilidad social en quienes se quedan en casa y en quienes tienen que salir porque atienden servicios públicos o privados indispensables. En las naciones más avanzadas, las medidas preventivas vienen en una política pública que incluye apoyo a la economía y el trabajo, seriamente golpeados a consecuencia de la emergencia. Así debe ser aquí, en la medida de nuestras posibilidades y con la cooperación interna y externa que pueda agenciarse, máxime si consideramos nuestra precariedad económica y social que afectando a la abrumadora mayoría, se evidencia con mayor agudeza en los millones que viven en la economía informal.

Ramón Guillermo Aveledo

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